jueves, 5 de junio de 2014

Arthur Rimbaud - Una Temporada en el Infierno.


«Antes, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se
abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían.
Una noche, me senté a la Belleza en las rodillas. — Y la
hallé amarga. — Y la insulté.
Me armé contra la justicia.
Me escapé. ¡Oh bujas, oh miseria, oh odio! ¡A vosotros le
confió mi tesoro!
Logré que se desvaneciera en mi espíritu toda la esperanza
humana. Contra toda alegría, para estrangularla, di el salto sin
ruido del animal feroz.
Llamé a los verdugos para, mientras perecía, morder las
culatas de sus fusiles. Llamé a las plagas para ahogarme en la
arena, la sangre. La desgracia fue mi dios. Me tendí en el lodo.
Me sequé al aire del crimen. Y le hice muy malas pasadas a la
locura.
Y la primavera me trajo la horrorosa risa del idiota.
Habiendo estado hace muy poco a punto de soltar el último
¡cuac!, se me ocurrió buscar la clave del festín antiguo, donde
había tal vez de recobrar el apetito.
La caridad es la clave. — ¡Esta inspiración demuestra que
soñé!
«Seguirás siendo hiena, etc.», exclama el demonio que me
coronó de tan amables adormideras. «Gana la muerte con todos
tus apetitos, y tu egoísmo y todos los pecados capitales.»
¡Ah! Ya aguanté demasiado — Pero, querido Satán, te lo
suplico, ¡menos irritación en la pupila! Y mientras llegan las
pequeñas cobardías rezagadas, tú que aprecias en el escritor la
carencia de facultades descriptivas o instructivas, te arranco
unos cuantos asquerosos pliegos de mi cuaderno de condenado.

Mala sangre

Tengo de mis antepasados galos el ojo azul pálido, el cerebro
estrecho y la torpeza en la lucha. Hallo mi vestimenta tan bárbara
como la suya. Pero yo no me unto la cabellera con manteca.
Los galos eran los desolladores de animales, los quemadores
de hierba más ineptos de su tiempo.
De ellos tengo: la idolatría y el amor al sacrilegio; — ¡oh!
todos los vicios, cólera, lujuria— magnífica, la lujuria; —en
especial, mentira y pereza.
Me espantan todos los oficios. Maestros y obreros, todos
campesinos, innobles. La mano de pluma vale igual que la
mano de arado.— ¡Qué siglo de manos! — Nunca tendré mi
mano. Luego, la domesticidad conduce demasiado lejos. La
honradez de la mendicidad me desconsuela. Los criminales
repugnan como castrados: yo estoy intacto, y me da lo mismo.
Pero, ¿quién me hizo tan pérfida la lengua, que hasta aquí
haya guiado, salvaguardándola, mi pereza? Sin servirme para
vivir ni siquiera del cuerpo, y más ocioso que el sapo, he vivido
por todas partes. No hay familia de Europa que yo no conozca.
— Me refiero a familias como la mía, que se lo deben
todo a la Declaración de Derechos del Hombre. — ¡He conocido
a todos los niños bien!

***

¡Si tuviese yo antecedentes en un punto cualquiera de la historia
de Francia!
Pero no, nada.
Me es evidentísimo que siempre he sido de raza inferior.
No logro comprender la rebeldía. Mi raza nunca se levantó
más que para el pillaje: así los lobos con el animal que no mataron
ellos.
Recuerdo la historia de la Francia hija primogénita de la
Iglesia. Habría hecho, villano, el viaje a tierra santa; tengo en
la cabeza caminos por las llanuras suabas, vistas de Bizancio,
murallas de Solima; el culto de María, el enternecimiento por
el crucificado, se despiertan en mí entre mil hechicerías profanas.
— Estoy sentado, leproso, en los cacharros rotos y las ortigas,
al pie de un muro roído por el sol.— Más tarde, reitre,
habría vivaqueado bajo las noches de Alemania.
¡Ah! Algo más: bailo el aquelarre en un rojo calvero, con
viejas y con niños.
No recuerdo más lejos que esta tierra y el cristianismo.
Nunca me terminaría de ver en ese pasado. Pero siempre solo,
sin familia; incluso ¿qué lengua hablaba? No me veo jamás en
los consejos de Cristo; ni en los consejos de los señores, —
representantes de Cristo.
¡Oh la ciencia! Lo hemos recuperado todo. Para el cuerpo y
para el alma, — el viático, — tenemos la medicina y la filosofía,
— los remedios caseros y las canciones populares arregladas.
¡Y las diversiones de los príncipes, y los juegos que éstos
prohibían! ¡Geografía, Cosmografía, Mecánica, Química!…
¡La Ciencia, la nueva nobleza! El progreso. ¡El mundo
avanza! ¿Por qué no va a dar vueltas?
Es la visión de los números. Vamos hacia el Espíritu. Es
segurísimo, es oráculo, esto que os digo. Comprendo y, como
no sé explicarme sin palabras paganas, querría callarme.

***

¡Vuelve la sangre pagana! El Espíritu está cerca: ¿por qué no
me ayuda Cristo, dando a mi alma nobleza y libertad? ¡Ay! ¡El
Evangelio pasó! ¡El Evangelio!
Estoy esperando a Dios con glotonería. Soy de raza inferior
desde la eternidad.
Heme en la playa armoricana. Que las ciudades se enciendan
al atardecer. Mi jornada está hecha; dejo Europa. El aire
del mar me quemará los pulmones, los climas perdidos me
curtirán. Nadar, desmenuzar la hierba, cazar, sobre todo fumar;
beber licores fuertes como metal hirviendo, — como hacían
los queridos antepasados alrededor de las fogatas.
Volveré, con miembros de hierro, con la piel oscura, los
ojos enfurecidos: por mi máscara, me juzgarán de una raza
fuerte. Tendré oro: seré ocioso y brutal. Las mujeres cuidan de
estos feroces enfermos cuando regresan de los países cálidos.
Me veré mezclado en asuntos políticos. Salvado.
Ahora estoy maldito, tengo horror a la patria. Lo mejor es
un sueño muy borracho, en la playa.

***

No hay partida. —Reanudemos los caminos de aquí, cargado
de mi vicio, el vicio que ha hundido sus raíces de sufrimiento a
mi lado, desde la edad del juicio— que asciende al cielo, me
golpea, me tira, me arrastra.
La última inocencia y la última timidez. Está dicho. No
traer al mundo ni mis repugnancias ni mis traiciones.
¡Adelante! La marcha, la carga, el desierto, el aburrimiento
y la cólera.
¿A quién alquilarme? ¿Qué alimaña hay que adorar? ¿Qué
santa imagen atacamos? ¿Qué corazones romperé? ¿Qué mentira
debo sostener?— ¿Qué sangre pisotear?
Mejor, guardarse de la injusticia. — La vida dura, el
embrutecimiento simple—, alzar, con el puño descarnado, la
tapa del ataúd, incorporarse, asfixiarse. Así, ninguna vejez,
ningún peligro: el terror no es francés.
¡Ah! Estoy tan desesperado, que a cualquier imagen divina
ofrezco impulsos hacia la perfección.
¡Oh mi abnegación, oh mi caridad maravillosa! ¡Aquí
abajo, no obstante!
De profundis, Domine, ¡seré tonto!

***

Ya desde muy niño admiraba al forzado irreductible tras el
cual se cierran siempre las puertas de la prisión; visitaba los
albergues y los alojamientos que el podía haber consagrado
con su estancia; veía con su idea el cielo azul y el trabajo florido
del campo, olfateaba su fatalidad en las ciudades. Tenía
más fuerza que un santo, más sentido común que un viajero —
y él ¡él solo! era testigo de su gloria y de su razón.
Por los caminos, en noches de invierno, sin cobijo, sin ropa,
sin pan, una voz me atenazaba el corazón helado: «Debilidad o
fuerza; hete aquí: es la fuerza. No sabes ni adónde ni por qué
vas; entra en todas partes, contesta a todo. No te matarán más
que si fueras cadáver». Por la mañana, tenía la mirada tan perdida
y la compostura tan muerta, que quienes me encontré
quizá no me vieran.
En las ciudades el fango se me aparecía súbitamente rojo y
negro, como un espejo cuando la lámpara deambula por la
habitación contigua, ¡como un tesoro en el bosque! Buena
suerte, gritaba yo, y veía un mar de llamas y de humo en el
cielo; y, a izquierda, a derecha, todas las riquezas, llameando
como millones de truenos.
Pero la orgía y la camaradería de las mujeres me estaban
prohibidas. Ni siquiera un compañero. Me veía ante una multitud
exasperada, delante del pelotón de ejecución, llorando la
desgracia de que no hubieran podido comprender, y perdonando.
— ¡Igual que Juana de Arco! — «Sacerdotes, profesores,
maestros, os equivocáis al entregarme a la justicia. Yo
nunca formé parte de este pueblo, yo nunca fui cristiano; soy
de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes;
no tengo sentido moral, soy un bruto, os equivocáis…»
Sí, tengo los ojos cerrados a vuestra luz. Soy una alimaña,
un negro. Pero puedo salvarme. Vosotros sois falsos negros,
vosotros maniáticos, feroces, avaros. Mercader, tú eres negro;
general, tú eres negro; emperador, vieja comezón, tú eres negro:
has bebido un licor libre de impuestos, de la fábrica de
Satán. — Este pueblo está inspirado por la fiebre y el cáncer.
Los tullidos y los viejos son tan respetables, que solicitan ser
hervidos. — Lo más astuto es abandonar este continente donde
la locura anda al acecho, para proveer de rehenes a estos miserables.
Entre en el verdadero reino de los hijos de Cam.
¿Sigo conociendo la naturaleza? ¿Me conozco? — No más
palabras. Amortajo a los muertos en mi vientre. Gritos, tambor,
danza, danza, danza, ¡danza! Ni siquiera veo la hora en
que, al desembarcar los blancos, caeré en la nada.
Hambre, sed, gritos, danza, danza, danza, ¡danza!

***

Los blancos desembarcan. ¡El cañón! Hay que someterse al
bautismo, vestirse, trabajar.
He recibido en el corazón el golpe de gracia. ¡Ah! ¡No lo
tenía previsto!
No he hecho mal alguno. Los días van a serme leves, se me
ahorrará el arrepentimiento. No habré conocido los tormentos
del alma casi muerta para el bien, donde se alza la luz tan severa
como los cirios funerarios. El destino del niño bien: ataúd
prematuro, cubierto de límpidas lágrimas. Sin duda que el desenfreno
es tonto, que el vicio es tonto; hay que arrojar la
podredumbre aparte. ¡Pero el reloj no habrá llegado a no dar
ya sino la hora del puro dolor! ¿Van a secuestrarme, como a un
niño, para jugar en el paraíso, olvidado de toda desgracia?
¡Rápido! ¿Hay otras vidas? — Dormir en la riqueza es
imposible. La riqueza siempre ha sido bien público. Sólo el
amor divino otorga las llaves de la ciencia. Veo que la naturaleza
no es sino un espectáculo de bondad. Adiós, quimeras,
ideales, errores.
El canto razonable de los ángeles se eleva del navío salvador;
es al amor divino. — ¡Dos amores! Puedo morir de amor
terrenal, morir de entrega. ¡He dejado almas cuyo dolor aumentará
con mi partida! Me escogéis entre los náufragos;
quienes se quedan, ¿no son acaso amigos míos?
¡Salvadlos!
La razón me ha nacido. El mundo es bueno. Bendeciré la
vida. Amaré a mis hermanos. Ya no son promesas de niño. Ni
la esperanza de eludir la vejez y la muerte. Dios es mi fuerza, y
yo alabo a Dios.

***

El aburrimiento ya no es mi amor. Las rabias, los desenfrenos,
la locura, cuyos impulsos todos, cuyos desastres conozco, —
toda mi carga está depositada. Valoremos sin vértigo el alcance
de mi inocencia.
Ya no sería capaz de solicitar el consuelo de una paliza. No
me creo embarcado hacia una boda con Jesucristo por suegro.
No soy prisionero de mi razón. He dicho: Dios. Quiero la
libertad dentro de la salvación: ¿cómo perseguirla? Los gustos
frívolos me han abandonado. Ya no hay necesidad de entrega
ni de amor divino. No añoro el siglo de los corazones sensibles.
Cada cual tiene su razón, desprecio y caridad:
yo conservo mi puesto en lo alto de la angélica escala del sentido
común.
En cuanto a la felicidad establecida, doméstica o no… no,
no la quiero. Me disipo demasiado, soy demasiado débil. La
vida florece por el trabajo, vieja verdad; pero mi vida no pesa
lo suficiente, se eleva y flota muy por encima de la acción, ese
querido lugar del mundo.
¡Qué solterona me estoy volviendo, por falta de valor para
amar a la muerte!
Si Dios me concediera la calma celestial, aérea, la plegaria,
— como a los antiguos santos. — ¡Los santos! ¡Gente fuerte!
¡Los anacoretas! ¡Unos artistas como ya no hacen falta!
¡Farsa continua! Mi inocencia me haría llorar. La vida es la
farsa a sostener entre todos.

***

¡Basta! Llega el castigo. — ¡Adelante!
¡Ah! ¡Los pulmones arden, las sienes braman! ¡La noche
me da vueltas en los ojos, con ese sol! El corazón… Los
miembros…
¿A dónde vamos? ¿Al combate? ¡Soy débil! Los demás
avanzan. Los aperos, las armas… ¡el tiempo!…
¡Fuego! ¡Fuego contra mí! ¡Aquí! O me rindo. — ¡Cobardes!
— ¡Me mato! ¡Me arrojo a los cascos de los caballos!
¡Ah!…
— Ya me acostumbraré.
¡Sería la vida francesa, el sendero del honor!

Noche del Infierno

Me ha tragado una buena buchada de veneno. — ¡Bendito sea
tres veces el consejo que me llegó! — Las entrañas me arden.
La violencia del veneno me retuerce los nervios, me hace deforme,
me arroja al suelo. Me muero de sed, me ahogo, no
puedo gritar. ¡Es el infierno, la pena eterna! ¡Ved cómo se reavivan
las llamas! ¡Ardo como es debido! ¡Venga, demonio!
Había entrevisto la conversión al bien y a la felicidad, la
salvación. Podía describir la visión, ¡pero el aire del infierno
no soporta los himnos! Eran millones de criaturas encantadoras,
un suave concierto espiritual, la fuerza y la paz, las nobles
acciones, ¿qué sé yo?
¡Las nobles ambiciones!
¡Y sigue siendo vida! — ¡Si la condenación es eterna! Todo
hombre que desee mutilarse está ya condenado, ¿verdad? Me
creo en el infierno, luego estoy en el infierno. Es el cumplimiento
del catecismo. Soy esclavo de mi bautizo. Padres,
habéis hecho mi desgracia y la vuestra. ¡Pobre inocente! — El
infierno no puede atacar a los paganos. — ¡Sigue siendo vida!
Más tarde, las delicias de la condenación serán más profundas.
Un crimen, de prisa, para caer en la nada, por la ley de los
hombres.
¡Calla, calla de una vez!… Éste es lugar de vergüenza, de
reproche: Satán diciendo que el fuego es innoble, que mi cólera
es espantosamente tonta. — ¡Basta!… Errores que alguien
me sopla, magia, perfumes falsos, músicas pueriles. — Y decir
que poseo la verdad, que veo la justicia: tengo un discernimiento
sano y firme, estoy listo para la perfección… Orgullo.
— Se me reseca la piel de la cabeza. ¡Piedad! Señor, tengo
miedo. Tengo sed, ¡tanta sed! ¡Ah! La niñez, la hierba, la lluvia,
el lago sobre las piedras, el claro de luna cuando el campanario
daba las doce… El diablo está en el campanario, a tal
hora. ¡María! ¡Virgen Santa!… — Horror de mi estupidez.
¿No son aquéllas almas buenas que me desean el bien?…
Venid. Tengo una almohada tapándome la boca, no me oyen,
son fantasmas. Por otra parte, nadie piensa nunca en los demás.
Que nadie se acerque. Huelo a chamusquina, eso es seguro.
Las alucinaciones son innumerables. Es eso lo que siempre
he tenido: no ya fe en la historia, el olvido de los principios.
Me lo callaré: poetas y visionarios se pondrían celosos. Soy
mil veces el más rico, seamos avaros como el mar.
¡Qué cosas! El reloj de la vida se acaba de parar. Ya no estoy
en el mundo. — La tecnología es seria, el infierno está
ciertamente abajo — y el cielo arriba. — Éxtasis, pesadilla,
dormir en un nido de llamas.
Cuánta maldad de observación hay en el campo… Satán,
Ferdinando, corre con las semillas silvestres… Jesús anda sobre
las zarzas de purpurina, sin inclinarlas… Jesús andaba sobre
las aguas. La linterna nos los mostró de pie, blanco y con
trenzas oscuras, flanqueado por una ola esmeralda…
Voy a desvelar todos los misterios: misterios religiosos o
naturales, muerte, nacimiento, porvenir, pasado, cosmogonía,
nada. Soy maestro en fantasmagorías.
¡Escuchad!…
¡Tengo todos los talentos! — No hay nadie aquí, y hay alguien:
no querría divulgar mi tesoro. ¿Alguien desea cánticos
negros, danzas de huríes? ¿Alguien desea que desaparezca,
que me zambulla en busca del anillo? ¿Alguien lo desea?
Haré, con el oro, remedios.
Confiad, pues, en mí: la fe conforta, guía, cura. Venid todos,
—hasta los niños, —que yo os consuele, que os divulguemos
su corazón, — ¡el corazón maravilloso! ¡Pobres hombres,
trabajadores! No pido oraciones; con vuestra confianza
solamente me contentaré.
— Y pensemos en mí. Todo esto me hace añorar poco el
mundo. Tengo la suerte de no sufrir más. Mi vida no fue más
que locuras suaves, qué lamentable.
¡Bah! Hagamos todas las muecas concebibles.
Decididamente, estamos fuera del mundo. Ningún sonido
ya. Me ha desaparecido el tacto. ¡Ah! Mi castillo, mi Sajonia,
mi bosque de sauces. Las tardes, las mañanas, las noches, los
días… ¡Qué cansado estoy!
Debería tener mi infierno por la cólera, mi infierno por el
orgullo, — y el infierno de la caricia; un concierto de infiernos.
Me muero de cansancio. Es la tumba, voy hacia los gusanos,
¡horror de los horrores! Satán, farsante, quieres disolverme
en tus encantos. ¡Exijo! ¡Exijo un golpe con la horquilla,
una gota de fuego!
¡Ah! ¡Ascender de nuevo a la vida! Poner los ojos en nuestras
deformidades. Y este veneno, ¡este beso mil veces maldito!
¡Mi debilidad, lo cruel de este mundo! ¡Dios mío, piedad,
escondedme, me comporto demasiado mal! — Estoy escondido
y no lo estoy.
Es el fuego quien se reanima con su condenado.

DELIRIOS

I
VIRGEN NECIA
El Esposo Infernal

Oigamos la confesión de un compañero de infierno.
«Oh divino Esposo, Dueño mío, no rechaces la confesión
de la más triste de tus siervas. Estoy perdida. Estoy borracha.
Estoy impura. ¡Qué vida!
»Perdón, divino Señor, ¡perdón! ¡Ah! ¡Perdón! ¡Qué de lágrimas!
¡Y qué de lágrimas aún, más adelante, espero!
»Más adelante ¡conoceré al divino Esposo! Nací sometida a
Él. — ¡Ya puede pegarme el otro ahora! ¡Oh amigas mías!…
no, no amigas mías… Nunca delirios ni torturas semejantes…
¡Qué tontería!
»¡Ah! ¡Estoy sufriendo, grito! Estoy sufriendo de verdad.
Todo, no obstante, me está permitido, cargada con el desprecio
de los más despreciables corazones.
»En fin, hagamos esta confidencia, aun a riesgo de tener
que repetirla otras veinte veces, — ¡igual de tétrica, igual de
insignificante!
»Soy esclava del Esposo infernal, del que perdió a las
vírgenes necias. Es ése, y no otro demonio. No es ningún espectro,
no es ningún fantasma. Pero a mí, que he perdido la
prudencia, que estoy condenada y muerta para el mundo —
¡nadie me matará!— ¿Cómo describíroslo? Ya ni siquiera sé
hablar. Estoy de luto, lloro, tengo miedo. Un poco de frescor,
señor, si no te importa, ¡si te parece bien!
»Soy viuda… — Era viuda… — Sí, sí, antes era muy seria,
¡y no nací para acabar en esqueleto!… — Él era casi un
niño… Me habían seducido sus misteriosas delicadezas. Olvidé
todas mis obligaciones humanas para seguirlo. ¡Qué vida!
La auténtica vida está ausente. No estamos en el mundo. Voy
adonde él va, así ha de ser. Y a menudo se enfada conmigo,
conmigo, pobre almita. ¡El demonio! — Es un demonio, sabéis,
no es un hombre.
»Dice: “No me gustan las mujeres. Hay que volver a inventar
el amor, ya se sabe. Las mujeres ya no alcanzan a desear
más que una situación asegurada. Una vez ganada esta situación,
el corazón y la belleza se dejan de lado; no queda sino
frío desdén, alimento del matrimonio, hoy en día. O bien veo
mujeres con las señales de la dicha; de ellas habría podido
hacer buenas amigas, si no las hubiera devorado antes algún
bruto con sensibilidad de hoguera…”
»Y yo lo oigo cómo hace de la infamia gloria, de la crueldad
encanto. “Soy de raza lejana: mis antepasados eran escandinavos:
se perforaban las costillas, se bebían su propia sangre.
— Yo me haré cortaduras por todo el cuerpo, me tatuaré, quedaré
más repugnante que un mongol; ya verás, aullaré por las
calles. Quiero enloquecer de rabia, por completo. Nunca me
enseñes joyas, o me arrastraré y me revolcaré por las alfombras.
Mi riqueza la quiero manchada de sangre, por todas partes.
Jamás trabajaré…” Muchas noches, habiéndome poseído
su demonio, ambos rodábamos por el suelo, ¡yo luchaba con
él! — Por las noches suele apostarse, borracho, en las calles o
en las casas, para asustarme mortalmente. — “Me cortarán de
veras el cuello; será asqueroso.” ¡Oh! ¡Esos días en que gusta
de andar con un aire de crimen!
»A veces habla, en una especie de jerga enternecida, de la
muerte que obliga a arrepentirse, de los desdichados que ciertamente
hay, de los trabajos fatigosos, de las separaciones que
desgarran el corazón. En los tugurios donde nos emborrachábamos,
lloraba al considerar a quienes nos rodeaban, rebaño de
la miseria. Levantaba del suelo a los borrachos, en las calles
negras. Sentía por los niños la compasión de una mala madre.
— Se marchaba con ternuras de niña de catequesis. — Fingía
estar al corriente de todo: comercio, arte, medicina. — Yo lo
seguía, ¡así ha de ser!
»Veía todo el decorado de que, en espíritu, se rodeaba:
vestiduras, paños, muebles; yo le prestaba armas, otro rostro.
Veía todo aquello que lo emocionaba, tal como él habría querido
crearlo para sí. Cuando me parecía tener el espíritu inerte,
lo seguía, yo, en actos extraños y complicados, lejos, buenos o
malos; estaba segura de que jamás penetraría en su mundo.
Junto a su amado cuerpo dormido, cuántas horas nocturnas he
velado, preguntándome por qué desearía tanto evadirse de la
realidad. Nunca hombre alguno formuló un voto semejante.
Yo admitía, —sin temer por él, — que podía suponer un serio
peligro dentro de la sociedad. — ¿Tiene tal vez secretos para
cambiar la vida? No, tan sólo está buscándolos, me replicaba
yo. Por último, su caridad está embrujada, y yo soy su prisionera.
Ninguna otra alma tendría fuerza bastante — ¡fuerza de
la desesperación! — para soportarla — para ser protegida y
amada por él. Por otra parte, no me lo figuraba con otra alma:
se ve el Ángel propio, nunca el Ángel ajeno, — me parece.
Estaba yo en su alma como en un palacio que han vaciado para
no ver a alguien tan poco noble como tú: eso es todo. ¡Ay!
Dependía en mucho de él. Pero ¿qué quería de mi existencia
apagada y cobarde? ¡No me hacía mejor, no haciéndome morir!
Tristemente despechada, le dije a veces: “Te comprendo”.
Y él se encogía de hombros.
»Así, renovándose sin cesar mi sufrimiento, y hallándome
más perdida a mis ojos, — como a todos los ojos que habrían
querido mirarme, si no hubiese estado condenada para siempre
al olvido de todos, — tenía cada vez más hambre de su bondad.
Con sus besos y sus abrazos amigos, era en verdad el
cielo, un cielo lóbrego, en el que entraba, en el que me habría
gustado que me abandonase, pobre, sorda, muda, ciega. Me iba
ya acostumbrando. Veía en nosotros dos niños buenos, con
permiso para pasearse por el Paraíso de la tristeza. Nos concertábamos.
Muy conmovidos, trabajábamos juntos. Pero, tras
una penetrante caricia, él decía: “¡Qué divertido te parecerá,
cuando yo ya no esté, esto por lo que has pasado! Cuando no
tengas ya mis brazos bajo el cuello, ni mi corazón para en él
descansar, ni esta boca en tus ojos. Pues habré de marcharme,
muy lejos, un día. Además, he de ayudar a otros, es mi deber.
Aunque no resulte muy deleitable…, alma querida…” De inmediato
me representaba a mí misma, habiéndose marchado
él, presa del vértigo, precipitada en la más espantable de las
sombras: en la muerte. Le hacía prometer que no me abandonaría.
Veinte veces la hizo, tal promesa de amante. Era tan frívolo
como yo al decirle: “Te comprendo.”
»¡Ah! Nunca he sentido celos por su causa. No va a
abandonarme, me parece. ¿Qué sería de él? No tiene conocimiento
alguno, nunca trabajará. Quiere vivir sonámbulo. Su
bondad y su caridad, por sí solas, ¿le darán derechos en el
mundo real? A ratos, olvido la piedad en que he caído: él me
hará fuerte, viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos
en las calles empedradas de ciudades desconocidas, sin
cuidados, sin sufrimientos. O me despertaré, y las leyes y las
costumbres habrán cambiado —gracias a su poder mágico, —
el mundo, siendo el mismo, me dejará con mis deseos, mis
alegrías, mis despreocupaciones. ¡Oh! La vida aventurera
existente en los libros infantiles, en recompensa, porque he
sufrido tanto, ¿me la regalarás tú? No puede. Ignoro su ideal.
Me ha dicho que tiene pesares, esperanzas: cosas que al parecer
no me conciernen. ¿Es a Dios a quien habla? Tal vez debería
yo dirigirme a Dios. Estoy en lo más profundo del abismo,
y ya no sé rezar.
» “¿Ves a ese joven elegante que entra en la mansión bella y
tranquila? Se llama Duval, Dufour, Armand, Maurice, qué sé
yo. Una mujer se ofrendó a la tarea de amar a ese perverso
idiota: está muerta, es sin duda una santa del cielo, ahora. Tú
me harás morir como él hizo morir a esa mujer. Tal es nuestro
destino, el de nosotros, los corazones caritativos…” ¡Ay!
Había días en que todos los hombres, al actuar, le parecían juguete
de delirios grotescos: reía espantosamente, largo rato. —
Luego volvía a sus maneras de madre joven, de hermana
amada. Si fuera menos salvaje, ¡estaríamos salvados! Mas
también su dulzura es mortal. Le estoy sometida. — ¡Ah! ¡Soy
necia!
»Un día tal vez desaparezca maravillosamente; pero tengo
que saberlo, si ha de subir a un cielo, ¡quiero ver con mis ojos
la asunción de mi amiguito!»
¡Qué pareja!

DELIRIOS

II
Alquimia del verbo

A mí. La historia de una de mis locuras.
Llevaba largo tiempo alardeando de poseer todos los paisajes
posibles y encontrando irrisorias todas las celebridades de
la pintura y de la poesía moderna.
Me gustaban las pinturas idiotas, dinteles, decorados, telones
de saltimbancos, emblemas, estampas populares; la literatura
pasada de moda, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía,
novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, libritos
infantiles, óperas viejas, estribillos bobos, ritmos ingeniosos.
Soñaba cruzadas, viajes de exploración cuyo relato no tenemos,
repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones
de costumbres, desplazamientos de razas y continentes:
creía en todos los encantamientos.
¡Inventé el color de las vocales! — A, negra; E, blanca; I,
roja; O, azul; U, verde. — Ajusté la forma y el movimiento de
cada consonante y, con ritmos instintivos, me precié de inventar
un verbo poético accesible, algún día, a todos los sentidos.
Me reservaba la traducción.
Fue al principio un estudio. Escribía silencios, noches, acotaba
lo inexpresable. Fijaba vértigos.
Lejos de los pájaros, de los rebaños, de las aldeanas,
¿qué bebía yo, de rodillas en el brezal
rodeado de tiernos bosques de avellanos,
en una neblina de tarde fría y verde?
¿Qué podía beber, en este joven Oise,
— ¡olmos sin voz, césped sin flores, cielo cubierto! —
beber de los odres amarillos, lejos de mi choza
querida? Algún licor sudorífico.
Yo era un equívoco letrero de albergue.
— Una tempestad vino a ahuyentar el cielo. Al atardecer
el agua de los bosques se perdía en las arenas vírgenes,
el viento de Dios arrojaba carámbanos en las charcas;
llorando, veía oro — y no pude beber.—

***

A las cuatro de la mañana, en verano,
el dormir del amor dura aún.
Bajo los sotos se evapora
el olor de la noche festejada.
Allá, en su vasto taller,
al sol de las Hespérides,
ya se agitan — en mangas de camisa —
los Carpinteros.
En sus Desiertos de musgo, tranquilos,
preparan los artesonados preciosos
donde la ciudad
pintará falsos cielos.
Para los obreros encantadores
vasallos de un rey de Babilonia,
¡Venus, deja un momento a los Amantes
con el alma en corona!
¡Oh Reina de los Pastores!
Lleva a los trabajadores el aguardiente,
que sus fuerzas estén en paz
en espera del baño de mar de las doce.

***

La antigualla poética tenía gran importancia en mi alquimia
del verbo.
Me acostumbré a la alucinación sencilla: veía muy
abiertamente una mezquita en lugar de una fábrica, una escolanía
de tambores integrada por ángeles, calesas en los
caminos del cielo, un salón en el fondo de un lago; los
monstruos, los misterios; un título de vaudeville hacía que
ante mí se alzaran espantos.
¡Luego expliqué mis sofismas mágicos con la alucinación
de las palabras!
Acabé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu.
Estaba ocioso, presa de pesada fiebre: envidiaba la beatitud
de los animales, — las orugas, que representan la inocencia
de los limbos, los topos, ¡el sueño de la virginidad!
Se me agriaba el carácter. Decía adiós al mundo de una
especie de romances:
Canción Desde La Torre Más Alta
Que venga ya, que venga
el tiempo que enamore.
Tuve tanta paciencia,
que para siempre olvido;
miradas y sufrimientos
al cielo se marcharon.
Y la sed malsana
me oscurece las venas.
Que venga ya, que venga
el tiempo que enamore.
Igual la pradera
al olvido entregada,
agradada y florida
de incienso y cizaña,
ante el hosco zumbido
de las sucias moscas.
Que venga ya, que venga
el tiempo que enamore.
Amé el desierto, los vergeles calcinados, las tiendas mustias,
las bebidas entibiadas. Me arrastraba por las callejas malolientes
y, con los ojos cerrados, me ofrecía al sol, dios del
fuego.
«General, si todavía asoma un viejo cañón por tus murallas
en ruinas, bombardéanos con bloques de tierra seca. ¡A las vidrieras
de los espléndidos almacenes! ¡A los salones! Haz que
la ciudad se trague su propio polvo. Oxida las atarjeas. Llena
los camarines de arenilla de rubí ardiente…»
¡Oh! ¡El insecto beodo en el meadero del albergue, enamorado de la borraja,
y que un rayo disuelve!

Hambre

Si a algo tengo afición, no será más
que a la tierra y a las piedras.
Yo siempre almuerzo aire,
roca, carbones, hierro.
Hambres mías, girad. Pastad, hambres,
del prado de los sonidos.
Atraed el alegre veneno
de las corregüelas.
Comeos los guijarros que otros rompen,
las viejas piedras de iglesia;
los cantos rodados de los viejos diluvios,
panes sembrados en los valles grises.

***

El lobo gritaba bajo las hojas
escupiendo las bellas plumas
de su yantar de corral:
como él yo me consumo.
Las verduras, las frutas
sólo aguardan la cosecha;
pero la araña del seto
no come más que violetas.
¡Qué duerma ya! Que hierva
en los altares de Salomón.
El caldo fluye sobre la herrumbre,
y se mezcla con el Cedrón.
Por último, oh felicidad, oh razón, separé del cielo el azul, que
es negro, y viví, centella dorada de la luz natural. En mi alegría,
adopté las expresiones más bufas y más extraviadas que
pude hallar.
¡Ha vuelto a aparecer!
— ¿Qué? — ¡La eternidad!
Es el mar mezclado
con el sol.
Eterna alma mía,
observo tu voto
a pesar de la noche sola
y del día en llamas.
¡Así, pues, te desprendes
de los humanos sufragios,
de los comunes impulsos!
Vuelas según…
— Nunca la esperanza,
ningún orietur.
Ciencia y paciencia,
el suplicio es seguro.
No queda mañana,
brasas de satén,
vuestro ardor
es el deber.
¡Ha vuelto a aparecer!
— ¿Qué? — ¡La Eternidad!
Es el mar mezclado
con el sol.

***

Me convertí en una ópera fabulosa: vi que todos los seres tienen
una fatalidad de dicha: la acción no es la vida, sino una
manera de echar a perder cierta fuerza: un enervamiento. La
moral es la debilidad del cerebro.
Pensaba que a cada ser se le debía otras muchas existencias.
Ese señor no sabe lo que hace: es un ángel. Esa familia es
una camada de perros. Ante muchos hombres, charlé en voz
alta con un momento de sus otras vidas. — Así, amé a un
cerdo.
Ninguno de los sofismas de la locura, —la locura de atar —
dejé en el olvido: podría decirlos todos otra vez, porque conservo
el método.
Mi salud se vio amenazada. El terror se acercaba. Caía en
sueños de muchos días y, levantado, continuaba los sueños
más tristes. Estaba maduro para el fin, y por un camino de peligros
mi debilidad me conducía a los confines del mundo y
de cimeria, patria de la sombra y de los torbellinos.
Tuve que viajar, distraer los encantos congregados sobre mi
cerebro. Del mar, al que amaba como si le hubiese tocado lavarme
de alguna inmundicia, veía elevarse la cruz consoladora.
Me había condenado el arco iris. La Felicidad era mi fatalidad,
mi remordimiento, mi gusano: mi vida sería siempre
demasiado inmensa para consagrarla a la fuerza y a la belleza.
¡La felicidad! Su sabor, en que la muerte se complace, me
avisaba al cantar el gallo, — ad matutinum, en el Christus
venit, — en las ciudades más sombrías:
¡Oh estaciones, oh castillos!
¿Qué alma no tiene defecto?
He hecho el mágico estudio
de la felicidad, que nadie elude.
Salud a ti, cada vez
que canta el gallo galo.
¡Ah! No tendré más deseos:
él se ha hecho cargo de mi vida.
Este encanto ha tomado alma y cuerpo,
dispersando los esfuerzos.
¡Oh estaciones, oh castillos!
La hora de su huida, ¡ay!
será la de óbito.
¡Oh estaciones, oh castillos!
Pasó todo aquello. Hoy sé saludar a la belleza.

El imposible

¡Ah! La vida de mi infancia, la carretera general en todo
tiempo, sobrenaturalmente sobrio, más desinteresado que el
mejor de los mendigos, orgulloso de no tener ni país ni amigos,
qué tontería era. — ¡Y hasta ahora no me he dado cuenta!
— Tuve razón cuando despreciaba a los individuos que no
dejarían escapar la oportunidad de una caricia, parásitos de la
limpieza y de la salud de nuestras mujeres, hoy que ellas están
tan poco de acuerdo con nosotros.
Tuve razón en todos mis desdenes:
¡la prueba es que me evado!
¡Me evado!
Me explico.
Aún ayer, suspiraba: «¡Cielos! ¡No somos pocos los condenados,
aquí abajo! ¡Y cuánto tiempo lleva ya en sus filas! Los
conozco a todos. Nos reconocemos siempre; nos damos asco.
La claridad nos es desconocida. Pero somos corteses: nuestras
relaciones con el mundo son muy correctas.» ¿Hay de qué sorprenderse?
¡El mundo, los mercaderes, los ingenuos! — Nosotros
no estamos deshonrados. — Pero, ¿cómo nos recibirían
los elegidos? Y hay gentes ariscas y alegres, falsos elegidos,
puesto que necesitamos audacia o humildad para abordarlos.
Son los únicos elegidos. ¡No prodigan sus bendiciones!
Habiéndome encontrado dos perras de razón — ¡poco van a
durar! — veo que mis desazones provienen de no haberme figurado
antes que estamos en Occidente. ¡Las marismas occidentales!
No es que considere la luz alterada, la forma agotada,
el movimiento extraviado… ¡Bueno! He aquí que mi espíritu
desea absolutamente hacerse cargo de todos los desenvolvimientos
crueles que ha experimentado el espíritu desde el fin
del Oriente… ¡Los quiere para sí, mi espíritu!
… ¡Se acabaron mis dos perras de razón! — El espíritu es
autoridad, me manda estar en Occidente. Habría que hacerlo
callar para concluir como yo querría.
Enviaba al diablo las palmas de los mártires, los resplandores
del arte, el orgullo de los inventores, el ardor de los saqueadores;
regresaba al Oriente y a la sabiduría primordial y
eterna. — ¡Lo cual, al parecer, es un sueño de burda pereza!
No obstante, apenas si me pasaba por la cabeza el placer de
escapar de los modernos sufrimientos. No tenía a la vista la
bastarda sabiduría del Corán. — Pero ¿no hay un suplicio real
en el hecho de que, a partir de la declaración de la ciencia, del
cristianismo, el hombre se interprete, se pruebe las evidencias,
se engría con el placer de repetir las pruebas, y sólo viva así?
tortura sutil, boba; fuente de mis divagaciones espirituales. ¡La
naturaleza podría aburrirse, tal vez! El señor Prudhomme nació
con Cristo.
¡Será porque cultivamos la bruma! Comemos fiebre con
nuestras legumbres aguadas. ¡Y la embriaguez! ¡Y el tabaco!
¡Y la ignorancia! ¡Y las entregas! — ¿No queda todo ello bastante
alejado del pensamiento de la sabiduría del Oriente, la
patria primitiva? ¿Por qué un mundo moderno, si tales venenos
se inventan?
Las gentes de Iglesia dirán: Comprendido. A lo que usted
se refiere es al Edén. No hay nada que le concierna en la historia
de los pueblos orientales. — Es verdad; ¡en el Edén pensaba!
¡Qué sueño ese, el de la pureza de las razas antiguas!
Los filósofos: El mundo no tiene edad. La humanidad se
desplaza, simplemente. Está usted en Occidente, pero nada le
impide habitar su propio Oriente, tan antiguo como le haga
falta, — y habitarlo bien. No sea usted un derrotado. Filósofos,
sois de vuestro Occidente.
Espíritu mío, ten cuidado. Sin violentas posturas de salvación.
¡Ejercítate! — ¡Ah! ¡La ciencia no va suficientemente de
prisa para nosotros!
— Pero me doy cuenta de que mi espíritu está durmiendo.
Si se mantuviera siempre muy despierto, a partir de este
momento, pronto estaríamos en la verdad, ¡que acaso nos rodee
con sus ángeles llorando!… — Si se hubiese mantenido
despierto hasta ese momento, ¡sería por no haber cedido yo a
los instintos deletéreos, en época inmemorial!… Si siempre se
hubiera mantenido muy despierto, ¡yo navegaría ahora en la
plena sabiduría!…
¡Oh pureza, pureza!
¡Es el minuto de vigilia quien me ha otorgado la contemplación
de la pureza! — ¡Por el espíritu se va hacia Dios!
¡Desgarrador infortunio!

El relámpago

¡El trabajo humano! Es la explosión que ilumina mi abismo de
vez en cuando.
«Nada es vanidad; ¡a la ciencia, adelante!», grita el Eclesiastés
moderno, es decir Todo el mundo. Y sin embargo los
cadáveres de los malvados y de los holgazanes caen sobre el
corazón de los demás… ¡Ah! De prisa, un poco de prisa; allí,
más allá de la noche, las recompensas futuras, eternas… ¿las
escapamos?… — ¿Qué puedo hacer yo? Conozco el trabajo; y
la ciencia es demasiado lenta. Que galope la plegaria y que
ruja la luz… Lo veo bien. Es demasiado sencillo, y hace demasiado
calor; se las compondrán sin mí. Tengo un deber, estaré
orgulloso de él como muchos hacen, poniéndolo aparte.
Mi vida está gastada. ¡Adelante! Finjamos, holgazaneemos,
¡oh piedad! Y existiremos divirtiéndonos, soñando amores
monstruos y universos fantásticos, quejándonos y atacando las
apariencias del mundo, saltimbanco, mendigo, artista, bandolero,
— ¡sacerdote! En mi cama de hospital, el olor a incienso
me volvió con tanta intensidad; guardián de los aromas sagrados,
confesor, mártir…
Veo en esto mi sucia educación infantil. ¡Y qué!… Andar
mis veinte años, si los demás los andan…
¡No! ¡No! ¡Ahora me rebelo contra la muerte! El trabajo le
parece demasiado ligero a mi orgullo: mi traición al mundo
sería un suplicio demasiado corto. En el último momento, atacaría
a diestra y siniestra.
Entonces, —¡oh!— pobre alma mía, ¡no tendríamos perdida
la eternidad!

Mañana

¿No tuve una vez una juventud amable, heroica, fabulosa,
digna de escribirse en hojas de oro? — ¡Demasiada suerte!
¿Por qué crimen, por qué error, he merecido mi debilidad actual?
Vosotros, quienes pretendéis que los animales sollocen
de pena, que los enfermos se desesperen, que los cadáveres
tengan malos sueños, tratad de contar mi caída y mi dormir.
Yo ya no logro explicarme mejor que el mendigo con sus Pater
y Ave María. ¡Ya no sé hablar!
Sin embargo, hoy, creo haber terminado la crónica de mi
infierno. Era, en efecto, el infierno; el antiguo, aquel cuyas
puertas abrió el hijo del hombre.
Desde el mismo desierto, en la misma noche, siempre se
despiertan mis ojos cansados bajo la estrella de plata, siempre,
sin que se conmuevan los Reyes de la vida, los tres magos, el
corazón, el alma, el espíritu. ¡Cuándo iremos más allá de las
playas y de los montes, a saludar el nacimiento del trabajo
nuevo, la sabiduría nueva, la huida de los tiranos y de los demonios,
el fin de la superstición, a adorar —¡antes que nadie!—
la Natividad en la tierra!
¡El canto de los cielos, la marcha de los pueblos! Esclavos:
no maldigamos la vida.

***

Adiós

¡Otoño ya! — Pero ¿por qué añorar un eterno sol, estando
comprometidos en el descubrimiento de la claridad divina, —
lejos de las gentes que mueren con las estaciones?
Otoño. Nuestra barca alzada en las brumas inmóviles gira
hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme con el cielo
manchado de fuego y de lodo. ¡Ah! ¡Los harapos podridos, el
pan empapado de lluvia, la embriaguez, los mil amores que me
crucificaron! ¡Nunca, pues, se acabará esta vampira reina de
millones de almas y de cuerpos muertos y que han de ser juzgados!
Me veo de nuevo con la piel roída por el fango y la
peste, llenos de gusanos el pelo y las axilas y con gusanos todavía
más gruesos en el corazón, tumbado entre los desconocidos
sin edad, sin sentimientos… Habría podido morir allí…
¡Horrorosa evocación! Abomino de la miseria.
¡Y me asusta el invierno, porque es la estación de la
comodidad!
— A veces veo, en el cielo, playas sin fin, cubiertas de
blancas naciones alegres. Un gran bajel de oro, por encima de
mí, agita sus banderolas multicolores a las brisas de la mañana.
He creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas.
He tratado de inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas
carnes, nuevas lenguas. He creído adquirir poderes sobrenaturales.
Pues bien, ¡tengo que enterrar mi imaginación y mis
recuerdos! ¡Una hermosa gloria de artista y narrador, echada a
perder!
¡Yo! ¡Yo, que me dije mago o ángel, dispensado de toda
moral, he sido devuelto al suelo, con un deber por encontrar y
con la rugosa realidad por abrazar. ¡Campesino!
¿Me equivoco? ¿Será la caridad hermana de la muerte,
para mí?
En fin, pediré perdón por haberme alimentado de mentira.
Y adelante.
Pero ¡ni una sola mano amiga! Y ¿dónde hallar socorro?

***

Sí, la hora nueva es por lo menos muy severa.
Porque puedo decir que la victoria me ha sido otorgada: el
crujir de dientes, el chisporroteo del fuego, los suspiros apestados,
van moderándose. Todos los recuerdos inmundos se borran.
Mis últimas añoranzas levanta el vuelo, — celos de los
mendigos, de los bribones, de los amigos de la muerte, de los
rezagados de toda índole. — Condenados, ¡si yo me vengara!
Hay que ser absolutamente moderno.
Sin cánticos: mantener el terreno ganado. ¡Dura noche! La
sangre seca me humea en el rostro, y dentro de mí no tengo
sino ese horrible arbolillo… El combate espiritual es tan brutal
como la batalla de los hombres; pero la contemplación de la
justicia es poder exclusivo de Dios.
Es, no obstante, la víspera. Acojamos todos los influjos de
vigor y de ternura auténtica. Y cuando llegue la aurora, armados
de una ardiente paciencia, entremos en las espléndidas
ciudades.
¡Qué decía de mano amiga! Una buena ventaja es que
puedo reírme de los viejos amores engañosos, y cubrir de bochorno
a las parejas embusteras, — he visto, allá abajo, el infierno
de las mujeres; — y me será lícito poseer la verdad en
un alma y un cuerpo.


Abril-agosto, 1873.

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