lunes, 6 de enero de 2014

Pablo de Rokha - Únicamente.


Fruta de tumbas o de imperios, sangre de medallas, sangre de aceitunas, sangre de banderas, y un Dios parido de cuchillas, todo lo mágico del vino, del amanecer, del hierro y las dulces torcazas, el pan trascendental, que crece, enorme y sangriento como una vaca, en los hornos de la vida, y canta aceites de gran luna cristiana, borneando pabellones enlutados, la leche lluviosa de los fusiles o las vendimias o los laureles, lo augusto y ultramarino de las criaturas del Apocalipsis, que son inmensos derramamientos de la materia cerebral de las estrellas...

Tu configuración de miel cristalinísima es tremendamente ardiente, como el pequeño palomar, que existe en los barcos náufragos o en el pecho de cielo de las vírgenes cosmogónicas, haces la tarde mirando el mar, y te defines, contra tu propia muerte, en canciones, en donde enormes acompañamientos fluviales arrastran la carroza de un picaflor joven, que se ahorcó con la liga de su novia de humo, y a cuyos lagares van a apagar su sed de hambre gigante los proletarios y los campesinos sin posada porque en ti la unidad relampaguea en equivalencia entre el pétalo y el ácido, los dos pechos inmensos de una misma fruta; sí, desde el Paraíso Terrenal corren tus pulsos en tumulto, surgen los toros tremendos, tremendamente tremendos, que braman en la cuna de las niñas morenas, la brigada floral que maúlla entre sus mantillas, el puñado de vino que se derrama, gritando íncubo y súcubos, precisamente, en el vientre candente y funeral de las criaturas extraordinarias —coronando sus rajadas noches gigantes—, y a las que guiará la oveja ciega de Jehová, por los abismos; tu juventud se acoraza de plata repujada, como un volcán, en el que se enterraron los primeros sueños del sexo, y un aroma a comedor de antepasados circunda tu actitud sublacustre; pero la niña herida de genio y divinidad que fuiste, porque el terror del amor te llamaba desde las amazonas de las epopeyas, y la doncellez te quemaba las entrañas, nombrándome, ríe aun, entre tus azucenas desgarradas por mis besos de varón de pelo en pecho, con aquella alegría redonda e invernal de las castañas, o las soperas esplendorosas del onomástico.

El hogar te protege, como el oriente de sangre a los héroes, como la cadena incendiada y tenebrosa del primer cristiano, o lo mismo, exactamente lo mismo que un jardín familiar, crecido entre mortajas y pirámides.

Winétt, panal, arteria de lirio o revólver iluminado, piscina de hondos ramajes, en la cual habita un pez negro con la mirada terriblemente roja, tonada de campo, en las aldeas, en la que una gran ventana de familia da a la sociedad sin clases, que parece la franca montaña llena de yeguas coloradas y potros, que son mundo rabiosos, vihuela de Licantén, en la cual se desnudan las chichas más sagradas del futuro, yo te destino aqueste canto de macho nacional, cabalgando el universo, asentado en su montura de bruto, terrosamente chapeada en pellejo de difunto amarillo, chapeada en el cuero del pueblo del país, que sostiene agarradas las entrañas del puñal de los setenta dioses.

Tu cruz humano social corresponde a la golondrina, que arrendó el corazón de la ametralladora, y al clarín del fusil adentro del cual hay una violeta bañándose, o a la heredad escolar, en donde relucen todas las cenizas de todos los ojos de América.

Conduces tu ideal omnipotente, por el engranaje negro del siglo y una abeja blanca pone un olivo de rubí en la tendida mano del Todo-poderoso, ceñido del horrendo frac, tuna llovida, de garzón o de poeta burocrático, tú sonríes a la mañana marcial y ecuménica, tú, en donde el huevo del sol te ofrece su gran antología, y todos los novios del año, entre los cuales relampaguean sus vírgenes, viene a saludar a nuestros jóvenes hijos, trayendo un ternero de inmortalidad, que pestañea, como los ópalos, cuando les van a degollar un cabello.

Pero es la naranja y su perro regalón, es la manzana y su pie de cristal de canción de gran ciudad submarina, atlántico- pacífica, es la castaña y su asno bramador, o la ciruela encinta, quien te resume, bajo su poncho de dignidad agreste, por eso aquello tan sacrosanto que envuelve al maternal mugido del establo, en la catedral colosal de la pesebrera estupenda, aquello, de aquello, de aquello, del carbón vegetal, durmiendo entre milenios, te ciñe y te unge de divinidad, entre las madres del universo y sus banderas.

Hay una campana azul echada en tu pelo, amiga, y tu cabeza está formada de golondrinas dolorosas, o del gran mar de invierno de Talca, y, cuando sonríes, retornas a la muchacha de catorce años, que se rompía las rodillas en las novelas; las gallinas extranjeras, moribundas de Jericó, te vienen a obsequiar un árbol de llanto, y los sagrados gallos de Judá te saludan desde la cumbre del Gólgota, enarbolando la flor de los volcanes, el puñal de Dios, que es la misma cabeza de Dios, convertida en amapola; tu corazón está lleno de mosto caliente, es decir, atravesado de espadas, lo mismo que la rosa más roja de las montañas, o como la vida íntima de Jesucristo.

Un libro de leche campestre bala en tu felicidad blanca, y la agricultura te bendice, con el lenguaje de sus bueyes, porque la santidad de los surcos preñados da el acorde justo a tus epifanías.

Relinchan mis caballos originales en tu juventud, incendiándote, desgarrándote, arrasándote, y los búfalos y las águilas de mi desesperación heroica escriben tu epopeya en mi epopeya, con una gran pluma de león americano, en la cual van talladas las armas de tus antepasados piratas, y un buitre inmenso de Inglaterra, todo como de bronce y sangre de espada, todo de como un metal ardiente como la palabra HORROR, o un pétalo del pecho de las doncellas.

Pequeña eres, pero las más rotundas catedrales se te parecen exactamente, su espanto elemental, tremendo, de bosque enorme y de caverna de Dios, su atmósfera de relámpagos, su actitud de mundo y de fruta de sol te rodean, a ti, preñada, embarazada de iluminación y congoja.

El amor sangre, el dolor sangre, el terror sangre, el fuego sangre, el agua sangre, ruge en el clan mínimo y de flor, que es tu cuerpo, a cuyo potencial de número, todas las fuerzas del universo convergen, de la misma manera de las ovejas al matadero, exactamente como el toro al cual van a degollar escupe el cuero del lazo, y gozan las palomas, orinando al atardecer lugareño, a la orilla de las enormes e hirvientes marmitas.

Una gran mirada negra echa a volar azúcar y habas santas, desde tu faz querida, en la cual comienza el crepúsculo a afilar su cuchara de armiño, y la lluvia madura te cubre con su vestido de naranjas, mientras las hojas caídas del mundo te picotean los zapatos desesperados.

Yo era un joven mancebo y un guerrero de Satanás, tú, aquella siempre heroína triste, acribillada por los sueños espesos y desesperados, de la gran alga marina que se engendró con el horror que es el sexo y es el miedo y es el pavor de la infancia, atribulada por la virginidad, y los símbolos, acongojada por la mucha angustia, que significa la alegría, entre los cuales madura la profunda noche oriental, entre los cuales se desnudan las señoritas, entre los cuales un acordeón acaricia a una paloma, y emerge un potro rojo, acariciando yeguas negras, adentro del potrero de tabaco y anémonas, que, como un lobo que se mordiese el corazón, empieza a la ribera del lecho de fuego de los adolescentes, cruzado por un río de vino, en el que retozan cien amantes; te rodeé de caricias indescriptibles y canto de tinajas, que hervían amargos caldos milenarios, medio a medio de la inmensa noche coagulada, rugiendo, de formidables animales de la antigüedad y grandes fantasmas, que alargan la garganta funeral, por dentro de la tempestad de doctrinas y murallas que, inmensamente, se derrumban, generando el aparato del estilo, como el corazón de Dios entre ortigas podridas; los sapos plagiarios, los culebrones que ordeñan cocodrilos, que educan tiburones, para escribir como elefantes, el orangután versificador, las ranas sagradas nos arrinconaron, nos mordieron, nos acorralaron contra nosotros, fuera de la ley, como vagabundos o santos, furiosos o extranjeros o asesinos de la sociedad, o héroes, nos ladraron, animándonos su gran perro amarillo, su gran cielo invertido de batracios, y nos engrandecieron, nos chorrearon de infinito y padecimiento, otorgándonos el origen de la inmortalidad y el destino, con todo su odio, adentro del cual gruñía el chanchito de Sardanápalo; así, enormes, sobre razones acumuladas, nos crecieron estos tremendos elementos del lenguaje, que son finados despellejados, que aúllan, amamantados por antiguos dioses, cosas y climas sin desfigurarse, clamando, y, entre cuyos dientes, brillan la pupila de la unidad y sus síntesis, sangrienta y atronadora; mamando leche de serpientes o degolladores, nos criamos, pastoreando chacales y leones rojos, aunque un gallo bramaba, en todo lo tremendo del maderámen, hacia los cuatro vientos y los cuatro mundos de la humanidad, grandiosamente, heroicamente, furiosamente, cuando tú llorabas a la inmortalidad, echada en su automóvil incendiado, a las riberas del gran clan familiar, circularon las arañas declamando una gran tiniebla, que les salía del estómago, el alacrán pelado y antropófago del calumniador y el difamador, en puntillas, el que él arrastra, ensombrecido, las entrañas de Dios, gritando, entre las magníficas, mortales mandíbulas, el comerciante en corazones, nos aulló en los grandes crepúsculos verdes, y el cadáver del dolor nos bramó, desde los tejados, entre murciélagos y anónimos, descolgándose, desde el Poniente, con bastante y mucha gran furia.

Huevo de violeta, laguna de aguja, puño de cigarra, a ti convergen los niños difuntos de Bernardo O’Higgins, a pedir su ración de palomas y novelas, yo te comparo, gran incomparable, a la Revolución Bolchevique.

Tragedia de sol, espada, el orégano de las victorias te destina sus augustas admoniciones.

El toronjil y el arrayán del arrollado clamoroso y sacrosanto, la hierbabuena, que parece una viuda de pueblo o una cuba de trigo feudal, y las pataguas con su conversación de señoras del Sur, la dichosa canción del cedrón provinciano, del limón y los canelos de religión, lagrimeada por la alfalfa, los queltehues, en blanco y negro de aterrada manta araucana, y los pidenes que remuelen, grandiosamente, el anochecer nacional, enarbolando su escupitajo, como los soldados de la República, el vestido de greda de pena de la menta acariciado por las loceras de Quirihue, los rotos con tordos y matico del país, te sonríen, en familiar gramática, a la cual responde la cueca morena del matrimonio, que inventamos, desde el origen del entendimiento.

Un bramido frutal fue tu vientre, cruzado de alas, cargado de savias elementales, si el buitre del Señor te mordió las entrañas con la maternidad copiosa del castaño, y el horror nos persiguió desde los cementerios, mi corazón te exprime como un racimo de guitarras.

Recuerdas la cabellera del océano, olorosa a libertad y a mundo mundo, la sal animal del mar, sus vientos sexuales, cargados de orígenes y cochayuyos venturosos, de universos sepultados y enormes palomas de substancia, el gran cristal quebrado en los mariscos, que son la risa bendita y las vísceras, entregándose, boldos o pianos submarinos de la forma, ella, que emerge, sola, sangrienta, rota, atronadora, desde la multiplicidad de lo discontinuo, clamando el cosmos por el caos por el cosmos, ansiando la matemática y el terrible orden, como un animal muerto, a la siga de su madre, o Thor saliendo solo del todo, y haces resollar la humanidad en la naturaleza, enormemente organizada como mito.

Tú, en las placentas de la vida bárbara, escuchando el crecimiento de las apariencias, la mística feroz de los fenómenos, el español de ladridos tremendos, que estalla en imágenes.

Aldea de domingo, tinaja de agosto, religión de Chile, escarbo los vocabularios lacustres, para decirte la bestial medalla despavorida, rememoro los alfabetos místicos, donde los dioses son cebollas o choapinos o culebras, o lagos inmensos, habitados por castellanos de alcohol, poblados de presagio de lo fabuloso macabro y las tinieblas de Dios, o andrajos o colchones desventurados, que deslumbran.

Terror del animal tabú, lo voy siéndolo, tabú, todo congojoso como el retrato del hombre, drama de plata, tú, y cumbre marina, gritando los peldaños de la Atlántida.

Pabellón de tristes y pobres, bayoneta colorada de la liberación comunista, figura polar, dilema y número.

Canto tu canto de ilustre material catedralicio, y te ofrezco, Winétt, mis manos cortadas de capitán, bramando estas letras negras del conjuro...

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