lunes, 14 de octubre de 2013

Jaime Saenz - Las Tinieblas.


a Corina Barrero

1
Es una línea circular, muy larga, ajena en absoluto a sí misma,
que separa las tinieblas de las tinieblas.
En el anverso de la mano izquierda, se halla el espejo de la mano derecha.
La mano derecha se desliza y se pierde en su propia imagen.
Las tinieblas solo se reflejan en las tinieblas, y de tal manera, no puede reflejarse.
Pero sin embargo se reflejan con un reflejo cualquiera,
por lo que pasan desapercibidas a nuestros ojos.
Pues la mano derecha sirve para encubrir,
y la mano izquierda, para tocar, para mirar y para conocer.
He aquí que la mano derecha tiembla con las tinieblas;
y la mano izquierda es quien la hace temblar.

2
Se apaga y se pierde un reino de luz sobre la tierra,
con espesas sombras en las amplitudes
—en las amplitudes,
donde todo se encuentra y donde todo se pierde.
Es posible apartarse del camino y mirar, en lo oscuro,
las brechas profundas en la carne y el hueso,
y hacia lo alto y desaparecer,
en las amplitudes.

3
Con la caída conocerás la penumbra, y con la penumbra, la oscuridad.
Con la oscuridad conocerás lo oscuro,
y con lo oscuro, lo que no es.
Con la primera caída, te olvidarás de ti, y no recordarás haber caído.
Con la segunda, que será la primera, conocerás la tercera;
con la tercera conocerás la segunda, y con la primera, la cuarta.
Mas ninguna será la primera ni última.
La última será la primera, y la primera, la última.
Así conocerás el curso circular,
y participarás de las tinieblas en el vertiginoso giro del que ya participas,
habiendo penetrado a partir de este momento en las tinieblas
—nadie te empuja;
nadie te llama.
Nadie te obliga,
pues tú decides
—de ti depende.

4
La oscuridad es menos pesada que el aire; el aire es más pesado que la transparencia.
En la sequedad se encuentra el secreto de las tinieblas; en la falta de agua
—en la inmovilidad del movimiento;
en la falta de espacio —pues en la misma medida que la amplitud crece,
el espacio decrece.
Así se explica que el hombre, para avanzar cuatro pasos en las tinieblas,
debe caminar durante muchos años;
pues un día de tinieblas, vale más que quince mil años de transparencia.
Por eso los hombres amantes del alba, los hombres afectos a la alegría,
comen de todo y no saben de nada.
Prematuramente se les arruga la cara, y se les achica los ojos;
cambian y vuelven a cambiar, de la noche a la mañana;
y cuando resplandecen de alegría,
hacen un gesto.
Por eso los que aman las flores, los que aman la jardinería,
los que aman el espectáculo ameno de la naturaleza en general,
carecen de fuerza y no tienen idea de la energía,
se vuelven locos y no saben qué hace,
y como son incapaces de dominar el dolor,
en realidad no aman por amar sino porque tienen miedo,
cuando creen amar al mundo y cuando no lo aman en absoluto,
y cuando el mundo no los ama y los rechaza y no quiere ni mirarlos.

5
Por eso los hombres afectos a las tinieblas, los hombres que a nadie aman,
son los que aman.
Y por eso no aman al mundo; por eso mismo que lo aman —pues no lo aman.
La apariencia del mundo les infunde recelo.
Solo viven para mirar la imagen desnuda del mundo.
Con el ojo puesto en pedruscos —con el ojo puesto en la sustancia de los pedruscos.
Con el oído atento al fragor del polvo que se calcina
—con el oído atento al fragor de la tierra que se consume
—estos hombres, secos, flacos, callados, en mucha parte,
son los causantes de muchas cosas.
El mundo que se destruye quién sabe cómo,
por inmisericordes fuerzas que vienen no sé de dónde;
y los esfuerzos del hombre obstinado, que vanamente se empeña en recoger los escombros
—eso les interesa.
Las tormentas, los terremotos, las epidemias —y por eso están aquí.
El socavamiento de ciudades y murallas, de grandes obras y de colosales trabajos,
por ejércitos de hormigas que se cuentan como arenas en el mar;
las víboras, los alacranes y los moscardones que infestan la faz de la tierra,
siempre amenazada por espesos miasmas
—un mundo despiadado, invisible y temible,
que no cejará hasta no haber aniquilado al género humano
—eso les interesa a los hombres amantes de las tinieblas;
los frutos silvestres que, asumiendo hermosa apariencia,
atraen al hombre ávido, y lo matan;
las trampas mortales que el mundo, en lo oculto, utiliza para atrapar al hombre.
Las hambrunas y los maleficios y las calamidades.
Los azotes y los flagelos que hacen despertar al hombre.
Eso les interesa, y por eso están aquí.

6
La fuente de sabiduría, de fuerza y de experiencia, lo constituyen los muertos;
la puerta siempre abierta,
el camino de los que transitan con rumbo cierto, en el vivir real y radical,
lo constituyen los muertos.
Pues nada tan oscuro como la oscuridad de los muertos.
Nada tan verdadero, nada tan verdaderamente humano como la carne de los muertos.
Ningún olor tan oscuro como el olor de los muertos;
ninguna contemplación como la contemplación de los muertos.
Ningún silencio como el silencio de los muertos;
ningún otro silencio se deja escuchar en silencio.
Nada como la inmovilidad; nada como la fuerza expresiva que mana de los muertos.
Por eso los hombres amantes de las tinieblas,
escudriñando el estar de los muertos encuentran el camino cierto.

En el olor y la forma, en el peso, en la densidad.
En el tacto y el oído —el objeto no se mira.
Lo que se mira es el mirar que se está mirando;
y tal el mirar de los muertos, que consiste en el no mirar.
Es oscuro.
Y por eso mismo, ni se mira, ni se toca, ni se huele, ni se escucha
—en lo oscuro,
todo ocurre a la vez y de un solo golpe.

7
La caída repentina del cabello —vuela por los aires y te molesta.
La caída repentina de los dientes —primero se pudren, luego se mueven, y luego se salen
—de un momento al otro, llega la hora.
En tales circunstancias, es necesario concentrarse y meditar.
Cada cosa importa una revelación,
según te sitúas a respetuosa distancia del mundo que te rodea.
La notoria sequedad de la piel, que poco a poco se adelgaza,
con una transparencia muy extraña, y se pega a los huesos.
Un vago temor, inconfesado, de mirar el espejo.
Una indolencia, una impavidez ante ciertos conflictos de índole puramente práctica,
que atingen al diario vivir,
sin que uno haga nada por remediar nada, tranquilamente sentado, quieto y sereno.
Con hambre o sin hambre, con sed o sin sed, con frío o sin frío,
qué importa esto o lo otro —durmiendo en una cama torcida,
saliendo o dejando salir, exhibiendo por calles y plazas una cara que siempre es la misma.
Y que lo vean vestido, desvestido o con el culo al aire,
eso no importa
—todo es lo mismo.
Y sin embargo, de pronto unas aprensiones, unos resquemores miserables,
el alma pendiente de un hilo por no haber saludado a zutano,
o por haberle puesto mala cara a mengano,
cuando todo esto uno se siente abrumado,
y se le ocurre pensar en viajes a países lejanos y nada menos
—y se queda mirando la pared del frente,
ahora que el tiempo se acelera a lo largo de los días y las noches.

8
Paradójicamente, cierta paz interior parece nutrirse con un hervor de ira
—con un hervor de ira, con un hervor de júbilo, con un hervor inexpresable.
Con un sentimiento provocado por el cuerpo físico, por este instrumento del vivir,
con desesperanza, con calma, y con mucho dominio y con mucho rigor,
ante el inminente acabamiento de la extraña aventura,
incomprensible y pavorosa que se llama vivir.

9
Echase, pues, a esta altura una mirada retrospectiva sobre los años vividos.
Y en verdad se siente uno fuerte entre los fuertes
—capaz de vislumbrar las tinieblas que parecen vislumbrarse
y hacerse perceptibles con un soplo en la oscuridad de este cuerpo;
capaz de confundirse  con las tinieblas y dar el salto,
asir aquello que se yergue más aquí y más allá de este cuerpo,
con aires de atroz inmensidad y no obstante con ojos sumamente humanos
—con ojos más humanos que los ojos que miran estos ojos.
Con un olor vacío,
con un olor seco y distante.
Con un olor antiguo, inconmensurable, y sin embargo muy próximo.

10
Pues ya las tinieblas se aproximan. Ya el espíritu de las tinieblas se avecina.
Ya las tinieblas se deslizan, con misteriosa amplitud en este recinto,
en este cuerpo, atravesando la piel, atravesando las venas, atravesando los huesos,
atravesando la médula,
con místico ritmo, al conjuro de las metamorfosis y de las transfiguraciones;
ya las tinieblas se difunden y prosperan en estas y en aquellas amplitudes,
en las cuales mi alma habrá de morar
—en un reducto impenetrable,
con eternidades de tinieblas configurando eternidades de tinieblas
en lo que dura la vida del hombre
—en lo que dura la vida que mira la vida que vive este cuerpo;
este cuerpo, la carne y el hueso.
Esto que se mira,
esto que duele y que preocupa,
esto que muere, eternamente.
Este cuerpo.
Eternamente,
en las tinieblas.

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