viernes, 26 de octubre de 2012

Dioniso.



Dioniso / Ceres / Cupido



El arte dionisíaco, en cambio,
descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis.
Dos poderes sobre todo son
los que al ingenuo hombre natural lo elevan
hasta el olvido de sí que es propio de la embriaguez,
el instinto primaveral
y la bebida narcótica.
Sus efectos están simbolizados en la figura de Dioniso.
En ambos estados el principium individuationis queda roto,
lo subjetivo desaparece totalmente
ante la eruptiva violencia de lo general-humano,
más aún, de lo universal-natural.

Friedrich Nietzsche
"La visión dionisíaca del mundo"


Se decía que solo el dios Dioniso (Διώνυσος Diônysos) podía beber vino puro sin ponerse a sí mismo en ningún tipo de riesgo. Privilegio de deidad. Los demás, insignificantes y frágiles mortales, podían pagar con la locura, la enfermedad, la violencia e incluso la muerte si osaban beber los dones de la vid en estado de pureza.

¿Qué imágenes desencadena Dioniso?

Las imágenes que resuenan a partir de este símbolo de la exuberancia, la jovialidad y la embriaguez están menos ligadas a representarnos a él mismo como dios, y más relacionadas a poner en visibilidad los efectos que produce a su alrededor, en su nombre, o bajo su influencia.

Extasiados durante el estado dionisíaco que se alcanza bajo los efectos de la bebida (o también de cualquier psicotrópico puesto que la experiencia de la embriaguez es informe y plástica en lo que hace a las sustancias que la permiten y facilitan) los seres se sobrevuelan a sí mismos, se apartan de ciertos aspectos de la propia identidad, rompen por un rato con los ciclos repetitivos que los alienan, y desadormecen otros vectores identitarios "menos funcional-socialmente correctos". ¿Se trata de un tipo de despertar? Probablemente algo de esto haya en toda embriaguez. Pero de tratarse de un "despertar", ¿de qué estaríamos hablando específicamente? Un doble juego se establece entre lo que ha de adormecerse y lo que se despierta. Quizá se trate en la embriaguez de un adormecimiento de nuestro Yo habitual, ese Yo más conocido por uno y por nuestros otros más significativos, ese Yo que nos permite desplazarnos más o menos adaptadamente por entre las redes vinculares que componen la malla relacional cotidiana. En efecto, el Yo habitual se va disolviendo en una suerte de trance (el grado de la disolución dependerá de la sustancia, la cantidad consumida, los procesos psico-neurológicos del sujeto, el contexto emocional y sensorial, y otras variables en base a las que se establecerá una mayor o menor pérdida de control del yo) desarmando procesualmente ciertos aspectos de la plena conciencia. Una especie de paréntesis temporal de abandono del Yo y sus funciones controladoras se abriría mientras dure el efecto narcotizante de la embriaguez. Con el Yo habitual en estado de "off" despertarían nuestros inhabituales Yoes alternos, tomando estos el comando de nuestro comportamiento, nuestro cuerpo, nuestra lengua, nuestros fluidos. En mayor o menor grado, somos habitados por nuestras propias otredades en estado de embriaguez. Esas otredades que sin embargo pertenecen al haz de nuestra identidad múltiple, afloran en la experiencia embriagante. No se trata siempre de perder por completo la conciencia y sus funciones, pero esta tiene la puerta abierta para relajarse en su rol de Cancerbera de las pulsiones impresentables, los deseos indecibles, las identidades ninguneadas e insignificantizadas. Y es por eso que luego, una vez pasado el momento extasiante, miramos hacia atrás sin reconocer (o tratando de no admitir, depende el caso y las consecuencias de la noche anterior...) lo que hemos hecho-dicho-producido. Borrachos, nuestras acciones adquieren una nueva autenticidad, pues se corta la ficción del libre albedrío  Y con el libre albedrío en estado de congelamiento, lo que devenga será del orden de la necesidad irresponsable, y en cierta medida, inocente moralmente hablando pues no hay sujeto-centro-conciencia a quien asignarle la culpa de los eventos acontecidos. Por eso embriagarse -sea con la sustancia que sea, vides o hash- es y ha sido un acto humano -demasiado humano...- dado que permite despegar del suelo falso y aparente de una yoidad sujeta por la ficción de la "libre elección ergo responsabilidad-culpa-conciencia" y experimentar un tiempo que quiebra esas ficciones y sus ataduras morales y moralizantes.

Los humanos beben, fuman o se embriagan para recuperar algo de lo que han olvidado ontológicamente en el duro proceso de amansamiento social. Incluirse se paga rebañizandose. En consecuencia, siempre habrá algún precio a facturar por cualquier vivencia que nos devuelva la intensidad (aunque sea por un breve tiempo) de una existencia más libertaria. Llámese a ese "precio" a posteriori "resaca", o arrepentimiento, o bajón, o simple vaciedad existencial. Tomas Abraham decía en alguno de sus ensayos que al día siguiente de un exceso nos topamos casi indefectiblemente con el hueso duro del desamparo. Y si, en todo placer desbordado hay costos.

La recuperación transitoria de lo liberador a la que invita la embriaguez se produce desde una sensorialidad más abierta, una sensibilidad más autentica, seguramente más natural, e inequívocamente menos moral. ¿El riesgo? Darnos acceso ilimitado a nosotros mismos hacia nuestra completa animalidad olvidada. Por eso en los excesos del beber, por ejemplo, aparece la venganza ciega, la verdad hiriente, la agresividad física, e incluso la muerte. En la embriaguez desmedida el sujeto corre el peligro -para sí y para otro- de volverse una Ménade sin ley sedienta de irracionalidad, de sangre o locura. El conocimiento de sí mismo es la única "medida" desde la que establecer una "medida propia" que nos permita cuantificar y cualificar el "hasta donde" de lo que consumimos. El ebrio saludable -que no por ebrio "debe" extraviarse completamente de su propia dignidad- logra saborear los brazos sin el dolor de cadenas, logra mover en danza los pies sin el peso de sus grilletes, logra poner su espíritu más a salvo del resentimiento y más cerca del devenir gozoso. A cambio de esta libertad pasajera -pero vivida como más real, más inocente, más digna- deberá entregar el sobrevaluado control remoto de su conciencia, inevitablemente fragilizándose en esa claudicación. Atreverse a entregarse a estas experiencias embriagantes implica desacobardarse. Tener el valor de Ser, pero ser sin sujeto ni sujetamiento, de desear pero sin un objeto obligado al que conquistar, de tocar pero sin borde nítido del que partir desde sí mismo o al que aferrarse en el otro. A quien se atreva, Dionisos lo elevara, pero siempre en carne viva...

Dionisos...

La fecundidad ruidosa de las risas, la belleza de seducir o ser seducido,
y también el riesgo de la cólera o el estallido.

El placer de los cuerpos, los rozamientos, los juegos eróticos,
y también esa frontera disolvente que es lo orgiástico.

El olvido del dolor, la tregua a las penas, un remanso para las pérdidas,
y también el desgarramiento del alma.

La inspiración, la creatividad desatada, la pura dación,
y también lo inmanejablemente salvaje.

La verdad, los sueños más auténticos, la voz de relaja el pensamiento endurecido,
y también la ferocidad de lo insoportablemente cierto.

La danza, la destrucción de la razón, la alegría saltarina,
y también la errancia desorientada.

Las cuestiones referidas al tratamiento de los excesos del "mal beber", sus peligros y la preocupación ética en torno a la embriaguez han sido objeto de largas elucidaciones por parte de los filósofos griegos. Aunque de momento me resulta más provechoso ir un poco más hacia atrás en el tiempo a fin de detener la mirada sobre la mítica dionisíaca en busca de nuevos aspectos genealógicos que aporten a comprender la conexión entre el arte de beber y su deidad principal. Bajo el número 524 en la "Antología Palatina" aparece el homérico "Himno a Dioniso" describiéndose allí al dios del vino, sus juegos de máscaras, sus revelaciones, sus ocultamientos trampales, y sus laberintos de excesos. Este himno, a su vez, pega una pincelada extraordinariamente exhaustiva de varios de los temas, asuntos y sentidos que se desencadenan con el contacto con los frutos de la vid, o más ampliamente, con las embriagueces en general.

Cantemos al rey que gusta del grito de Evohé, el Taurino,
de cabellera abundante, rústico, digno de ser cantado, de hermosa figura,
de Beocia, estruendoso, báquico, con cabello adornado de racimos,
gozoso, rico en fecundidad, matador de gigantes, rico en risas,
nacido de Zeus, engendrado dos veces, nacido dos veces, Dioniso,
Evio, de espesa cabellera, de hermosos viñedos, que excita a las orgías,
celoso, muy colérico, receloso, que procura bienes envidiables,
mitigador, bebedor, de voz agradable, seductor,
portador de tirso, de Tracia, miembro de un tiazo, de corazón de león,
vencedor de la India, amable, de corona de color violeta, el Taurino,
que participa en el festín, provisto de cuernos, ceñido de hiedra, ruidoso,
de Lidia, dios del lagar, que hace olvidar las penas, que disipa las preocupaciones,
iniciador (en los misterios), el que inspira, dador del vino, que toma mil formas,
el dios de las fiestas nocturnas, pastoril, vestido con piel de cervato,
con túnica de piel de cervato,
que lanza una jabalina, común a todos, dador de comensales, de rubia cabeza,
propenso a la cólera, de corazón impetuoso, que mora en las montañas umbrosas,
que frecuenta las montañas,
gran bebedor, errante, ceñido por muchas guirnaldas, que preside festines abundantes,
que destruye la razón, tierno, que se retuerce bailando, vestido con piel de oveja,
saltarín, sátiro, hijo de Sémele, vástago de Sémele,
alegre, de mirada de toro, destructor de los tirrenos, presto para la ira,
que asusta con sueños espantosos, húmedo, dios del himeneo, que habita en los montes,
apasionado por los animales salvajes, temible, que gusta de sonreír, vagabundo,
de cuernos de oro, gracioso, que relaja la mente, de mitra de oro,
que extravía el alma, embustero, aficionado al ruido, que desgarra el alma,
maduro, feroz, alimentado en las montañas, que hace ruido en las montañas.
Cantemos al rey que gusta del grito de Evohé, el Taurino.

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