Del libro "El Arte y la Muerte"
Uccello, mi amigo, mi
quimera, has vivido con ese mito de pelos. La sombra de esa gran mano lunar
donde imprimes las quimeras de tu cerebro jamás llegará hasta la vegetación de
tu oreja, que gira y hormiguea a la izquierda con todos los vientos de tu corazón.
A la izquierda los pelos, Uccello, a la izquierda los sueños, a la izquierda
las uñas, a la izquierda el corazón. Todas las sombras se abren a la izquierda,
naves, como orificios humanos. La cabeza recostada sobre esa mesa donde toda la
humanidad se tambalea, qué otra cosa ves que la sombra inmensa de un pelo. De
un pelo como dos bosques, como tres uñas, como un pastizal de pestañas, como un
rastrillo en las hierbas del cielo. Estrangulado el mundo, y suspendido, y
eternamente vacilante sobre las llanuras de esta mesa plana donde tú inclinas
tu cabeza pesada. Y a tu lado cuando interrogas los rostros, qué ves sino una
circulación de ramificaciones, un emparrado de venas, la huella minúscula de
una arruga, el ramaje de un mar de cabellos. Todo es giratorio, todo vibrátil,
y qué vale el ojo desprovisto de sus pestañas. Lava, lava las pestañas,
Uccello, lava las líneas, lava la huella temblorosa de los pelos y las arrugas
sobre esos rostros colgados de muertos que te miran como huevos, y en tu palma
monstruosa y llena de luna como de un alumbrado de hiel, aquí tenemos todavía
la huella augusta de tus pelos que emergen con sus líneas finas como los sueños
en tu cerebro de ahogado. De un pelo a otro pelo, cuántos secretos y cuántas
superficies. Pero dos pelos uno al lado del otro, Uccello. La línea ideal de
los pelos intraduciblemente fina y repetida dos veces. Hay arrugas que dan
vuelta a las caras y se prolongan hasta el cuello, pero bajo el cabello también
hay arrugas, Uccello. Por eso puedes dar toda la vuelta a ese huevo que cuelga
entre las piedras y los astros, y es el único que posee la animación doble de
los ojos.
Cuando pintabas a tus
dos amigos y a ti mismo en una tela bien tendida, sobre la tela dejaste como la
sombra de un extraño algodón, en lo cual discierno tus pesares y tu pena, Paolo
Uccello, mal iluminado. Las arrugas, Paolo Uccello, son cordones, pero los
cabellos son lenguas. En uno de tus cuadros, Paolo Uccello, yo he visto la luz
de una lengua en la sombra fosforosa de los dientes. Precisamente con la lengua
llegas a la expresión viva en las telas inanimadas. Y precisamente de ese modo
es como yo, Uccello, todo envuelto en tu barba, vi que me habías comprendido y
definido de antemano. Bienaventurado seas, tú que has tenido la preocupación
rocosa y terrateniente de la profundidad. Tú viviste en esta idea como en medio
de una ponzoña animada. Y en los círculos de esta idea giras eternamente, y yo
te persigo a tientas con la luz de esta lengua como hilo, que me llama desde el
fondo de una boca milagrosamente curada. La preocupación terrateniente y rocosa
de la profundidad, yo que carezco de tierra en todos los grados. ¿Realmente
presumiste mi descenso a este mundo infame con la boca abierta y el espíritu
perpetuamente asombrado? ¿Presumiste esos gritos en todos los sentidos del
mundo y de la lengua, como un hilo extraviadamente devanado? La larga paciencia
de las arrugas es lo que te salvó de una muerte prematura. Porque, yo lo sé, tú
habías nacido con el espíritu tan hueco como yo mismo, pero pudiste fijar ese
espíritu sobre algo menos todavía que la huella y el nacimiento de una pestaña.
Con la distancia de un pelo, te balanceas sobre un abismo temible y del que sin
embargo estás para siempre separado. Pero también bendigo, Uccello, muchachito,
pajarito, lucecita desgarrada, bendigo tu silencio tan bien plantado. Fuera de
esas líneas que avanzas con la cabeza como una fronda de mensajes, de ti no
queda más que el silencio y el secreto de tu bata cerrada. Dos o tres signos en
el aire; cuál es el hombre que pretende vivir más que esos tres signos, y a
quien, a lo largo de las horas que lo cubren, pensaría uno en preguntarle más
que el silencio que los precede o los sigue. Siento que todas las piedras del
mundo y el fósforo de la extensión que acarrea mi paso se abren camino a través
de mí. Forman las palabras de una sílaba negra en los pasturajes de mi cerebro.
Tú, Uccello, enseñas a no ser más que una línea y la capa elevada de un
secreto.
Paolo Uccello / Micheletto da Cotignola concluye la batalla / 1450
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