En la horca negra,
amable manco,
bailan, bailan los
paladines,
los descarnados actores
del diablo;
danzan que danzan sin
fin
los esqueletos de
Saladín.
¡Monseñor Belcebú tira
de la corbata
de sus títeres negros,
que al cielo gesticulan,
y al darles en la
frente un revés del zapato
les obliga a bailar
ritmos olvidados!
Sorprendidos, los
títeres, juntan sus brazos gráciles:
como un órgano negro,
los pechos horadados,
que antaño damiselas
gentiles abrazaban,
se rozan y entrechocan,
en espantoso amor.
¡Hurra!, alegres
danzantes que perdisteis la panza,
trenzad vuestras
cabriolas pues el escenario es amplio,
¡Que no sepan, por
Dios, si es danza o es batalla!
¡Furioso, Belcebú rasga
sus violines!
¡Rudos talones; nunca
su sandalia se gasta!
Todos se han despojado
de su toga de piel:
lo que queda no asusta
y se ve sin escándalo.
En sus cráneos, la
nieve ha puesto un gorro blanco.
El cuervo es la cimera
de estas cabezas rotas;
cuelga un jirón de
carne de su flaca barbilla:
parecen, cuando giran
en sombrías refriegas,
rígidos paladines, con
bardas de cartón.
¡Hurra!, ¡que el cierzo
azuza en el vals de los huesos!
¡y la horca negra muge
cual órgano de hierro!
y responden los lobos
desde bosques morados:
rojo, en el horizonte,
el cielo es un infierno...
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