I
Los griegos, que en sus
dioses dicen y a la vez callan la doctrina secreta de su visión del mundo, erigieron dos divinidades, Apolo y
Dionisio, como doble fuente de su arte. En la esfera del arte estos nombres representan
antítesis estilísticas que caminan una junto a otra, casi siempre luchando
entre sí, y que sólo una vez aparecen fundidas, en el instante del florecimiento
de la “voluntad” helénica, formando la obra de arte de la tragedia ática. En
dos estados, en efecto, alcanza el ser humano la delicia de la existencia, en el sueño y en la
embriaguez. La bella apariencia del mundo onírico, en el que cada hombre es
artista completo, es la madre de todo arte figurativo y también, como veremos,
de una mitad importante de la poesía. Gozamos
en la comprensión inmediata de la figura, todas las formas nos hablan; no existe nada indiferente
e innecesario. En la vida suprema de esta realidad onírica tenemos, sin
embargo, el sentimiento traslúcido de su apariencia; sólo cuando ese
sentimiento cesa es cuando comienzan los efectos patológicos, en los que ya el
sueño no restaura, y cesa la natural fuerza curativa de sus estados. Mas, en el
interior de esa frontera, no son sólo acaso las imágenes agradables y amistosas
las que dentro de nosotros buscamos con aquella inteligibilidad total: también
las cosas serias, tristes, oscuras, tenebrosas son contempladas con el mismo
placer sólo que también aquí el velo de la apariencia tiene qué estar en un
movimiento ondeante, y no le es lícito encubrir del todo las formas básicas de
lo real. Así, pues, mientras que el sueño es el juego del ser humano individual
con lo real, el arte del escultor (en sentido amplio) es el juego con el sueño.
La estatua, en cuanto bloque de mármol, es algo muy real, pero lo real de la
estatua en cuanto figura onírica es la persona
viviente del dios. Mientras la estatua flota aún como imagen de la
fantasía ante los ojos del artista, éste continúa jugando con lo real; cuando
el artista traspasa esa imagen al mármol, juega con el sueño.
¿En qué sentido fue
posible hacer de Apolo el dios del arte? Sólo en cuanto es el dios de las
representaciones oníricas. El es “el Resplandeciente” de modo total: en su raíz
más honda es el dios del sol y de la luz, que se revela en el resplandor. La
“belleza” es su elemento: eterna juventud le acompaña. Pero también la bella
apariencia del mundo onírico es su reino: la verdad superior, la
perfección propia de
esos estados, que
contrasta con la
sólo fragmentariamente inteligible realidad diurna, elévalo a la
categoría de dios vaticinador, pero también ciertamente de dios artístico. El
dios de la bella apariencia tiene que
ser al mismo tiempo el dios del conocimiento verdadero. Pero aquella
delicada frontera que a la imagen
onírica no le es lícito sobrepasar para no producir un efecto patológico, pues
entonces la apariencia no sólo engaña, sino que embauca, no es lícito que falte
tampoco en la esencia de Apolo: aquella mesurada limitación, aquel estar libre
de las emociones más salvajes, aquella sabiduría y sosiego del dios-escultor.
Su ojo tiene que poseer un sosiego “solar”: aun cuando esté encolerizado y mire
con malhumor, se halla bañado en la solemnidad de la bella apariencia.
El arte dionisíaco, en
cambio, descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis. Dos poderes
sobre todo son los que al ingenuo hombre natural lo elevan hasta el olvido de
sí que es propio de la embriaguez, el instinto primaveral y la bebida
narcótica. Sus efectos están simbolizados en la figura de Dionisio. En ambos
estados el principium individuationis queda roto, lo subjetivo desaparece
totalmente ante la eruptiva violencia de lo general-humano, más aún, de lo
universal-natural. Las fiestas de Dionisio no sólo establecen un pacto entre
los hombres, también reconcilian al ser humano con la naturaleza. De manera
espontánea ofrece la tierra sus dones, pacíficamente se acercan los animales
más salvajes: panteras y tigres arrastran el carro adornado con flores de
Dionisio. Todas las delimitaciones de
casta que la necesidad y la arbitrariedad han establecido entre los seres
humanos desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble y el de humilde cuna
se unen para formar los mismos coros báquicos. En muchedumbres cada vez mayores
va rodando de un lugar a otro el evangelio de la “armonía de los mundos”:
cantando y bailando manifiéstese el ser
humano como miembro de una comunidad superior, más ideal: ha desaprendido a
andar y a hablar. Más aún: se siente mágicamente transformado, y en realidad se
ha convertido en otra cosa. Al igual que los animales hablan y la tierra da
leche y miel, también en él resuena algo sobrenatural. Se siente dios: todo lo
que vivía sólo en su imaginación, ahora
eso él lo percibe en sí. ¿Qué son ahora para él las imágenes y las estatuas? El
ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte, camina
tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses. La potencia
artística de la naturaleza, no ya la de un ser humano individual, es la que
aquí se revela: un barro más noble, un mármol más precioso son aquí amasados y
tallados: el ser humano. Este ser humano
configurado por el artista Dionisio mantiene
con la naturaleza
la misma relación que la estatua
mantiene con el artista apolíneo.
Así como la embriaguez
es el juego de la naturaleza con el ser humano, así el acto creador del artista
dionisíaco es el juego con la embriaguez. Cuando no se lo ha experimentado en sí
mismo, ese estado sólo se lo puede comprender de manera simbólica: es algo
similar a lo que ocurre cuando se sueña y a la vez se barrunta que el sueño es
sueño. De igual modo, el servidor de Dionisio tiene que estar embriagado y, a
la vez, estar al acecho detrás de sí mismo como observador. No en el cambio de
sobriedad y embriaguez, sino en la combinación de ambos se muestra el artista
dionisíaco.
Esta combinación
caracteriza el punto culminante del mundo griego: originariamente sólo Apolo es
dios del arte en Grecia, y su poder fue el que de tal modo moderó a Dionisio,
que irrumpía desde Asia, que pudo surgir la más bella alianza fraterna. Aquí es
donde con más facilidad se aprehende el
increíble idealismo del ser helénico: un culto natural que entre los asiáticos
significa el más tosco desencadenamiento de los instintos inferiores, una vida
animal panhetérica, que durante un tiempo determinado hace saltar todos los
lazos sociales, eso quedó convertido entre ellos en una festividad de redención
del mundo, en un día de transfiguración. Todos los instintos sublimes de su ser
se revelaron en esta idealización de la orgía.
Pero el mundo griego
nunca había corrido mayor peligro que cuando se produjo la tempestuosa
irrupción del nuevo dios. A su vez, nunca la sabiduría del Apolo délfico se
mostró a una luz más bella. Al principio, resistiéndose a hacerlo, envolvió al
potente adversario en el más delicado de los tejidos, de modo que
éste apenas pudo
advertir que iba caminando semiprisionero. Debido a que
los sacerdotes délficos adivinaron el profundo efecto del nuevo culto sobre los
procesos sociales de regeneración y lo favorecieron de acuerdo con sus
propósitos político-religiosos, debido a que el artista apolíneo sacó
enseñanzas, con discreta moderación, del arte revolucionario de los cultos
báquicos, debido, finalmente, a que en
el culto délfico el dominio del año quedó repartido entre Apolo y
Dionisio, ambos salieron, por así decirlo, vencedores en el certamen que los
enfrentaba: una reconciliación celebrada en el campo de batalla. Si se quiere
ver con claridad de qué modo tan poderoso el elemento apolíneo refrenó lo que de irracionalmente sobrenatural había
en Dionisio, piénsese que en el período más antiguo de la música el género ditirámbico era al mismo tiempo el
hesicástico. Cuanto más vigorosamente fue creciendo e1 espíritu artístico
apolíneo, tanto más libremente se desarrolló el dios hermano Dionisio: al mismo
tiempo que el primero llegaba a la visión plena, inmóvil, por así decirlo, de la belleza, en 1a época de
Fidias, el segundo interpretaba en la tragedia los enigmas y los horrores del
mundo y expresaba en 1a música trágica el pensamiento más íntimo de la
naturaleza, el hecho de que la «voluntad» hila en y por encima de todas las
apariencias.
Aun cuando la música
sea también un arte apolíneo, tomadas las cosas con rigor sólo lo es el ritmo,
cuya fuerza figurativa fue desarrollada hasta convertirla en exposición de
estados apolíneos: la música de Apolo es
arquitectura en sonidos, y además, en sonidos sólo insinuados, como son los
propios de la cítara. Cuidadosamente se mantuvo apartado cabalmente el elemento que constituye e1
carácter de la música dionisiaca, más aún, de la música en cuanto tal, el poder
estremecedor del sonido y e1 mundo completamente incomparable de 1a armonía. Para percibir
ésta poseía el griego una sensibilidad finísima, como es forzoso inferir de la
rigurosa caracterización de las tonalidades, si bien en ellos es mucho menor
que en el mundo moderno la necesidad de una armonía acabada, que realmente
suene. En la sucesión de armonías, y ya en su abreviatura, en la denominada
melodía, la «voluntad» se revela con total inmediatez sin haber ingresado antes
en ninguna apariencia. Cualquier
individuo puede servir de símbolo, puede servir, por así decirlo, de caso
individual de una regla general; pero, a la inversa, la esencia de lo aparencial
la expondrá el artista dionisíaco de un modo inmediatamente comprensible: él
manda, en efecto, sobre el caos de la voluntad no devenida aún figura, y puede
sacar de él, en cada momento creador, un
mundo nuevo, pero también el antiguo,
conocido como apariencia. En este último sentido es un músico trágico.
En la embriaguez
dionisíaca, en e1 impetuoso recorrido de todas las escalas anímicas durante las
excitaciones narcóticas, o en el desencadenamiento de los instintos
primaverales, la naturaleza se manifiesta en su fuerza más alta: vuelve a
juntar a los individuos y los hace sentirse como una sola cosa, de tal modo que
el principium individuationis aparece, por así decirlo, como un permanente
estado de debilidad de la voluntad. Cuanto más decaída se encuentra la
voluntad, tanto más se desmigaja
todo en lo individual; cuanto más
egoísta y arbitrario es el modo como el individuo está desarrollado, tanto más
débil es el organismo al que sirve. Por
esto, en aquellos estados prorrumpe, por así decirlo, un rasgo sentimental de la voluntad,
un «sollozo de la criatura» por las cosas perdidas: en el placer supremo
resuena el grito del espanto, los gemidos nostálgicos de una pérdida insustituible.
La naturaleza exuberante celebra a la vez sus saturnales y sus exequias. Los
afectos de sus sacerdotes están mezclados del modo más prodigioso, los dolores
despiertan placer, el júbilo arranca del pecho sonidos llenos de dolor. El
dios, el liberador, ha liberado a todas las cosas de sí mismas, ha transformado
todo. El canto y la mímica de las masas excitadas de ese modo, en las que la
naturaleza ha cobrado voz y movimiento, fueron para el mundo greco-homérico
algo completamente nuevo e inaudito; para él aquello era algo oriental, a lo
que tuvo que someter con su enorme
energía rítmica y plástica, y que sometió, como sometió en aquella época el
estilo de los templos egipcios. Fue el pueblo apolíneo el que aherrojó al
instinto prepotente con las cadenas de la belleza; él fue el que puso el yugo a
los elementos más peligrosos de la naturaleza, a sus bestias más salvajes.
Cuando más admiramos el poder idealista de Grecia es al comparar su
espiritualización de la fiesta de Dionisio con lo que en otros pueblos surgió
de idéntico origen. Festividades similares son antiquísimas, y se las puede
demostrar por doquier, siendo las más famosas las que se celebraban en
Babilonia bajo el nombre de los saces. Aquí, en una fiesta que duraba cinco
días, todos los lazos públicos y sociales
quedaban rotos; pero lo central era el desenfreno sexual, la
aniquilación de toda relación familiar por un heterismo ilimitado. La
contrapartida de esto nos la ofrece la imagen de la fiesta griega de Dionisio
trazada por Eurípides en Las bacantes. De esa imagen fluyen el mismo encanto, la misma
transfiguradora embriaguez musical que Escopas y Praxíteles condensaron en
estatuas. Un mensajero narra que, en el calor del mediodía, ha subido con los
rebaños a las cumbres de las montañas: es el momento justo y el lugar justo
para ver cosas no vistas; ahora Pan duerme, ahora el cielo es el trasfondo
inmóvil de una aureola, ahora florece el día. En una pradera el mensajero
divisa tres coros de mujeres, que yacen diseminados por el suelo en actitud
decente, muchas mujeres se han apoyado en troncos de abetos, todas las cosas
dormitan. De repente la madre de Penteo comienza a dar gritos de júbilo, el
sueño queda ahuyentado, todas se ponen de pie, un modelo de nobles costumbres;
las jóvenes muchachas y las mujeres dejan caer los rizos sobre los hombros, la
piel de venado es puesta en orden, si, al dormir, los lazos y las cintas se
habían soltado. Las mujeres se ciñen con serpientes, que lamen confiadamente
sus mejillas, algunas toman en sus brazos lobos y venados jóvenes y los
amamantan. Todas se adornan con coronas de hiedra y con enredaderas; una
percusión con el tirso en las rocas, y el agua sale a borbotones; un golpe con
el bastón en el suelo, y un manantial de vino brota. Dulce miel destila de las
ramas; basta que alguien toque el suelo con las puntas de los pies para que
brote leche blanca como la nieve. Es éste un mundo sometido a una
transformación mágica total, la naturaleza celebra su festividad de reconciliación
en el ser humano. El mito dice que Apolo recompuso al desgarrado Dionisio. Esta
es la imagen del Dionisio recreado por Apolo, salvado por éste de su
desgarramiento asiático.
II
Los dioses griegos, con
la perfección con que se nos aparecen ya en Homero, no pueden ser concebidos, ciertamente,
como frutos de la indigencia y de la necesidad, tales seres nos los ideó
ciertamente el ánimo estremecido por la angustia, no para apartarse de la vida
proyectó una fantasía genial sus imágenes en el azul. En éstas habla una
religión de la vida, no del deber, o de la ascética, o de la espiritualidad.
Todas estas figuras respiran el triunfo de la existencia, un exuberante
sentimiento de vida acompaña su culto. No hacen exigencias: en ellas está
divinizado lo existente, lo mismo si es bueno que si es malo. Comparada con la
seriedad, santidad y rigor de otras religiones, corre la griega peligro de ser
infravalorada como si se tratase de un
jugueteo fantasmagórico, si no traemos a la memoria un rasgo, a menudo
olvidado, de profundísima sabiduría, mediante el cual aquellos dioses
epicúreos aparecen de súbito como
creación del incomparable pueblo de artistas y casi como creación suma. La filosofía
del pueblo es la que el encadenado dios de los bosques desvela a los mortales:
«Lo mejor de todo es no existir, lo mejor en segundo lugar, morir pronto.» Esta
misma filosofía es la que forma el trasfondo de aquel mundo de dioses.
El griego conoció los horrores y espantos de la existencia, mas, para poder
vivir, los encubrió: una cruz oculta bajo rosas, según el símbolo de Goethe.
Aquel Olimpo luminoso logró imponerse únicamente porque el imperio tenebroso
del Destino, el cual dispone una temprana muerte para Aquiles y un matrimonio
atroz para Edipo, debía quedar ocultado por las resplandecientes figuras de Zeus,
de Apolo, de Hermes, etc. Si a aquel mundo intermedio alguien le hubiera
quitado el brillo artístico, habría sido necesario seguir la sabiduría del dios
de los bosques, acompañante de Dionisio. Esa necesidad fue la que hizo que el
genio artístico de este pueblo crease esos dioses. Por ello, una teodicea no
fue nunca un problema helénico: la gente se guardaba de imputar a los dioses la
existencia del mundo y, por tanto, la responsabilidad por el modo de ser de
éste. También los dioses están sometidos a la necesidad: es ésta una confesión
hecha por la más rara de las sabidurías. Ver la propia existencia, tal como ésta es ahora, en un
espejo transfigurador, y protegerse con ese espejo contra la Medusa, ésa fue la
estrategia genial de la «voluntad» helénica para poder vivir en absoluto. ¡Pues
de qué otro modo habría podido soportar la existencia este pueblo infinitamente
sensible, tan brillantemente capacitado para el sufrimiento, si en sus dioses
aquélla no se le hubiera mostrado circundada de una aureola superior! El mismo
instinto que da vida al arte, como un complemento y una consumación de la
existencia destinados a inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir
también el mundo olímpico, mundo de belleza, de sosiego, de goce.
Merced al efecto producido
por tal religión, la vida es concebida en el mundo homérico como lo apetecible de suyo: la vida bajo el
luminoso resplandor solar de tales dioses. El dolor de los hombres homéricos se
refiere a la separación de esta existencia, sobre todo a una separación pronta:
cuando el lamento resuena, éste habla del Aquiles «de corta vida», del rápido
cambio del género humano, de la desaparición de la edad heroica. No es indigno
del más grande de los héroes el anhelar seguir viviendo, aunque sea como
jornalero. Nunca la «voluntad» se ha expresado con mayor franqueza que en
Grecia, cuyo lamento mismo sigue siendo su canto de alabanza. Por ello el
hombre moderno anhela aquella época en la que cree oír el acorde pleno entre
naturaleza y ser humano, por ello es lo helénico el santo y seña de todos los
que han de mirar a su alrededor en busca de modelos resplandecientes para su
afirmación consciente de la vida; por ello, en fin, ha surgido, entre las manos
de escritores dados a los placeres, el concepto de «jovialidad griega», de tal
modo que, de manera irreverente, una negligente vida perezosa osa disculparse,
más aún, honrarse con la palabra «griego». En todas estas representaciones, que
se descarrían yendo de lo más noble a lo más vulgar, el mundo griego ha sido
tomado de un modo demasiado basto y simple, y en cierta manera ha sido
configurado a imagen de naciones unívocas y, por así decirlo, unilaterales (por
ejemplo, los romanos). Se debería sospechar, sin embargo, que hay una necesidad
de apariencia artística también en la visión del mundo de un pueblo que
suele transformar en oro todo lo que
toca. Realmente, también nosotros, como hemos insinuado ya, tropezamos en esta
visión del mundo con una enorme ilusión, con la misma ilusión de que la
naturaleza se sirve tan regularmente para alcanzar sus finalidades. La
verdadera meta queda tapada por una imagen ilusoria, hacia ésta alargamos
nosotros las manos, y mediante ese engaño la naturaleza alcanza aquélla. En los
griegos la voluntad quiso contemplarse a sí misma transfigurada en obra de
arte. Para glorificarse ella a sí misma, sus criaturas tenían que sentirse
dignas de ser glorificadas, tenían que volver a verse en una esfera superior,
elevadas, por así decirlo, a lo ideal, sin que este mundo perfecto de la
intuición actuase como un imperativo o como un reproche. Esta es la esfera de
la belleza, en la que los griegos ven sus imágenes reflejadas como en un
espejo, los Olímpicos. Con esta arma luchó la voluntad helénica contra el
talento para el sufrimiento y para la sabiduría del sufrimiento, que es un
talento correlativo del artístico. De esta lucha, y como memorial de su victoria,
nació la tragedia.
La embriaguez del
sufrimiento y el bello sueño tienen sus distintos mundos de dioses: la primera,
con la omnipotencia de su ser, penetra en los pensamientos más íntimos de
la naturaleza, conoce el terrible
instinto de existir y a la vez la incesante muerte de todo lo que comienza a
existir; los dioses que ella crea son buenos y malvados, se asemejan al azar,
horrorizan por su irregularidad, que emerge de súbito, carecen de compasión y
no encuentran placer en lo bello. Son afines a la verdad, y se aproximan al
concepto; raras veces, y con dificultad, se condensan en figuras. El mirar a
esos dioses convierte en piedra al que lo hace: ¿cómo vivir con ellos? Pero
tampoco se debe hacerlo: ésta es su doctrina.
Dado que ese mundo de dioses
no puede ser encubierto del todo, como un secreto vituperable, la mirada tiene
que ser desviada del mismo por el resplandeciente producto onírico situado
junto a él, el mundo olímpico, por ello el ardor de sus colores, la índole
sensible de sus figuras se intensifican tanto más cuanto más enérgicamente se
hacen valer a sí mismas la verdad o el símbolo de las mismas. Pero la lucha
entre verdad y belleza nunca fue mayor que cuando aconteció la invasión del
culto dionisíaco: en él la naturaleza se desvelaba y hablaba de su secreto con
una claridad espantosa, con un tono
frente al cual la seductora apariencia casi perdía su poder. En Asia tuvo su
origen aquel manantial, pero fue en Grecia donde tuvo que convertirse en un
río, porque aquí encontró por vez primera lo que Asia no le había ofrecido, la
sensibilidad más excitable y la capacidad más fina para el sufrimiento,
emparejadas con la sensatez y la perspicacia más ligeras. ¿Cómo salvó Apolo a
Grecia? El nuevo advenedizo fue ganado para el mundo de la bella apariencia,
para el mundo olímpico: le fueron ofrecidos en holocausto muchos de los honores
de las divinidades más prestigiosas, de Zeus, por ejemplo, y de Apolo. Nunca se
le han hecho mayores cumplidos a un extraño, pero es que éste era también un extraño
terrible (hostis [enemigo] en todos los sentidos), lo bastante poderoso como
para reducir a ruinas la casa que le ofrecía hospitalidad. Una gran revolución
se inició en todas las formas de vida: en todas partes se infiltró Dionisio,
también en el arte.
La mirada, lo bello, la
apariencia delimitan el ámbito del arte apolíneo; es el mundo transfigurado del
ojo, que en sueños, con los párpados cerrados, crea artísticamente. A ese estado onírico quiere trasladarnos también la
epopeya: teniendo los ojos abiertos, no debemos ver nada, sino deleitarnos con
las imágenes interiores, que el rapsoda intenta, a través de conceptos,
excitarnos a producir. El efecto de las artes figurativas es alcanzado aquí
mediante un rodeo: mientras que con el mármol tallado el escultor nos conduce
al dios vivo intuido por él en sueños, de tal modo que la figura que flota
propiamente como finalidad se hace clara tanto para el escultor como para el
contemplador, y el primero induce al
último, mediante la figura intermedia de la estatua, a reintuirla: el poeta
épico ve idéntica figura viviente y quiere presentarla también a otros para que
la contemplen. Pero ya no interpone una estatua entre él y los hombres: antes
bien, narra cómo aquella figura demuestra su vida, en movimientos, sonidos,
palabras, acciones, nos constriñe a reducir a su causa una muchedumbre de efectos,
nos obliga a realizar una composición artística. Ha alcanzado su meta cuando
vemos claramente ante nosotros la figura, o el grupo, o la imagen, cuando nos
hace partícipes de aquel estado onírico en el que él mismo engendró antes
aquellas representaciones. El requerimiento de la epopeya a que realicemos una
creación plástica demuestra cuán absolutamente distinta de la epopeya es la
lírica, ya que ésta jamás tiene como meta el dar forma a unas imágenes. Lo
común a ambas es tan sólo algo material, la palabra, o, dicho de manera más
general, el concepto: cuando nosotros hablamos de poesía, no tenemos con esto
una categoría que estuviese coordinada con el arte plástico y con la música,
sino una conglutinación de dos medios artísticos que en sí son totalmente
dispares, el primero de los cuales significa un camino hacia el arte plástico,
y el segundo, un camino hacia la música: pero ambos son tan sólo caminos hacia
la creación artística, ellos mismos no son artes. En este sentido,
naturalmente, también la pintura y la escultura son tan sólo medios artísticos:
el arte propiamente dicho es la capacidad de crear imágenes, independientemente
de que sea un pre-crear o un post-crear. En esta propiedad -una propiedad general humana- se basa el
significado cultural del arte. El artista, en cuanto es el que nos obliga al arte
mediante medios artísticos, no puede ser a la vez el órgano que absorba la
actividad artística. El culto a las imágenes en la cultura apolínea, ya se
expresase ésta en el templo, o en la estatua, o en la epopeya homérica, tenía su
meta sublime en la exigencia ética de la mesura, exigencia que corre paralela a
la exigencia estética de la belleza. La mesura instituida como exigencia no
resulta posible más que allí donde se considera que la mesura, el límite, es
conocible. Para poder respetar los propios límites hay que conocerlos: de aquí
la admonición apolínea: conócete a ti mismo. Pero el único espejo en que el griego
apolíneo podía verse, es decir, conocerse, era el mundo de los dioses
olímpicos: y en éste reconocía él su esencia más propia, envuelta en la bella
apariencia del sueño. La mesura, bajo cuyo yugo se movía el nuevo mundo divino
(frente a un derrocado mundo de Titanes), era la mesura de la belleza: el
límite que el griego tenía que respetar, era el de la bella apariencia. La
finalidad más íntima de una cultura orientada hacia la apariencia y la mesura
sólo puede ser, en efecto, el encubrimiento de la verdad: tanto, al infatigable investigador que está al servicio
de la verdad como al prepotente Titán se les gritaba el amonestador: nada
demasiado. En Prometeo se le muestra a Grecia un ejemplo de cómo el
favorecimiento demasiado grande del conocimiento humano produce efectos nocivos
tanto para el favorecedor como para el favorecido. Quien quiera salir airoso
con su sabiduría ante el dios, tiene, como Hesíodo, que guardar las medidas de
la sabiduría. En un mundo estructurado de esa forma y artificialmente protegido
irrumpió ahora el extático sonido de la fiesta dionisíaca, en el cual la
desmesura toda de la naturaleza se revelaba a la vez en placer y dolor y
conocimiento. Todo lo que hasta ese momento era considerado como límite, como
determinación de la mesura, demostró ser aquí una apariencia artificial: la
«desmesura» se desveló como verdad. Por vez primera alzó su rugido el canto
popular, demónicamcnte fascinador, en una completa borrachera de sentimiento
prepotente. ¿Qué significaba, frente a esto, el salmodiante artista de Apolo,
con los sones sólo medrosamente insinuados de su cítara? Lo que antes fue
propagado, a través de castas, en corporaciones poético-musicales, y mantenido
al mismo tiempo apartado de toda participación profana; lo que, con la fuerza
del genio apolíneo, tenía que perdurar en el nivel de una arquitectónica
sencilla, el elemento musical, aquí eso se despojó de todas las barreras: el
ritmo, que antes se movía únicamente en un zig-zag sencillísimo, desató ahora
sus miembros y se convirtió en un baile de bacantes: el sonido se dejó oír no
ya, como antes, en una atenuación espectral, sino en la intensificación por mil
que la masa le daba, y acompañado por instrumentos de viento de sonidos
profundos. Y aconteció lo más misterioso: aquí vino al mundo la armonía, la cual hace directamente
comprensible en su movimiento la voluntad de la naturaleza. Ahora se dejaron
oír en la cercanía de Dionisio cosas que, en el mundo apolíneo, yacían
artificialmente escondidas: el resplandor entero de los dioses olímpicos
palideció ante la sabiduría de Sileno. Un arte que en su embriaguez extática
hablaba la verdad ahuyentó a las musas de las artes de la apariencia; en el
olvido de sí producido por los estados dionisíacos pereció el individuo, con
sus límites y mesuras; y un crepúsculo de los dioses se volvió inminente.
¿Cuál era el propósito
de la voluntad, la cual es, en última instancia, una sola, al dar entrada
a los elementos dionisíacos, en contra
de su propia creación apolínea?
Tendía hacia una nueva
y superior invención de la existencia, hacia el nacimiento del pensamiento
trágico.
III
El éxtasis del estado
dionisíaco, con su aniquilación de las barreras y límites habituales de la
existencia, contiene, mientras dura, un elemento letárgico, en el cual se
sumergen todas las vivencias del pasado. Quedan de este modo separados entre
sí, por este abismo del olvido, el mundo
de la realidad cotidiana y el mundo de la realidad dionisíaca. Pero tan pronto
como la primera vuelve a penetrar en la consciencia, es sentida en cuanto tal
con náusea: un estado de ánimo ascético, negador de la voluntad, es el fruto de
tales estados. En el pensamiento lo dionisiaco es contrapuesto, como un orden
superior del mundo, a un orden vulgar y malo: el griego quería una huida
absoluta de este mundo de culpa y de destino. Apenas se consolaba con un mundo
después de la muerte: su anhelo tendía más alto, más allá de los dioses, el
griego negaba la existencia, junto con su policromo y resplandeciente reflejo en los dioses. En la
consciencia del despertar de la embriaguez ve por todas partes lo espantoso o
absurdo del ser hombre: esto le produce náusea. Ahora comprende la sabiduría
del dios de los bosques.
Aquí ha sido alcanzado
el límite más peligroso que la voluntad helénica, con su principio básico
optimista-apolíneo, podía permitir. Aquí esa voluntad intervino enseguida con
su fuerza curativa natural, para dar la vuelta a ese estado de ánimo negador:
el medio de que se sirve es la obra de arte trágica y la idea trágica. Su
propósito no podía ser en modo alguno sofocar el estado dionisíaco y, menos
aún, suprimirlo; era imposible un sometimiento directo, y si era posible,
resultaba demasiado peligroso: pues el elemento interrumpido en su
desbordamiento se abría paso por otras partes y penetraba a través de todas las
venas de la vida.
Sobre todo se trataba
de transformar aquellos pensamientos de náusea sobre lo espantoso y lo absurdo de
la existencia en representaciones con las que se pueda vivir: esas representaciones son lo sublime, sometimiento
artístico de lo espantoso, y lo ridículo, descarga artística de la náusea de lo
absurdo. Estos dos elementos, entreverados uno con otro, se unen para formar
una obra de arte que recuerda la embriaguez, que juega con la embriaguez.
Lo sublime y lo
ridículo están un paso más allá del mundo de la bella apariencia, pues en ambos conceptos se siente una contradicción.
Por otra parte, no coinciden en modo alguno con la verdad: son un velamiento de
la verdad, velamiento que es, desde luego, más transparente que la belleza pero
que no deja de ser un velamiento.
Tenemos, pues, en ellos, un mundo intermedio entre la belleza y la verdad: en
ese mundo es posible una unificación de Dionisio y Apolo. Ese mundo se revela
en un juego con la embriaguez, no en un quedar engullido completamente por la
misma. En el actor teatral reconocemos nosotros al hombre dionisíaco, poeta,
cantor, bailarín instintivo, pero como hombre dionisíaco representado
(gespielt). El actor teatral intenta alcanzar el modelo del hombre dionisíaco
en el estremecimiento de la sublimidad, o también en el estremecimiento de la
carcajada: va más allá de la belleza, y sin embargo no busca la verdad.
Permanece oscilando entre ambas. No aspira a la bella apariencia, pero sí a la
apariencia, no aspira a la verdad, pero sí a la verosimilitud. (El símbolo,
signo de la verdad.) El actor teatral no fue al principio, como es obvio, un
individuo: lo que debía ser representado era, en efecto, la masa dionisíaca, el
pueblo: de aquí el coro ditirámbico. Mediante el juego con la embriaguez, tanto
el actor teatral mismo como el coro de espectadores que le rodeaba debían
quedar descargados, por así decirlo, de la embriaguez. Desde el punto de vista
del mundo apolíneo hubo que salvar y expiar a Grecia: Apolo, el auténtico dios
salvador y expiador, salvó al griego tanto del éxtasis clarividente como de la
náusea producida por la existencia – mediante la obra de arte del pensamiento
trágico-cómico.
El nuevo mundo del
arte, el de lo sublime y lo ridículo, el de la «verosimilitud», descansaba en
una visión de los dioses y del mundo distinta de la antigua de la bella
apariencia. El conocimiento de los
horrores y absurdos de la existencia, del orden perturbado y de la
irregularidad irracional, y, en general, del enorme sufrimiento existente en la
naturaleza entera, había arrancado el velo a las figuras tan artificialmente
veladas del Destino y de las Erinias, de la Medusa y de la Gorgona: los dioses
olímpicos corrían máximo peligro. En la
obra de arte trágico-cómica
fueron salvados, al quedar sumergidos también ellos en el mar de lo sublime y
de lo ridículo: cesaron de ser sólo «bellos», absorbieron dentro de sí, por
decirlo de este modo, aquel orden divino anterior y su sublimidad. Ahora se
separaron en dos grupos, sólo unos pocos se balanceaban en medio, como
divinidades unas veces sublimes y otras veces ridículas. Fue sobre todo
Dionisio mismo el que recibió ese ser escindido.
En dos tipos es donde
mejor se muestra cómo fue posible volver a vivir ahora en el periodo trágico de
Grecia: en Ésquilo y en Sófocles. Al primero, en cuanto pensador, donde más se
le aparece lo sublime es en la justicia grandiosa. Hombre y dios mantienen en
Ésquilo una estrechísima comunidad subjetiva: lo divino, justo, moral y lo
feliz están para él unitariamente
entretejidos entre sí. Con esta balanza se mide el ser individual, sea un
hombre o sea un Titán. Los dioses son reconstruidos de acuerdo con esta norma
de la justicia. Así, por ejemplo, la creencia popular en el demón cegador que
induce a la culpa –residuo de aquel
antiquísimo mundo de dioses destronado por los Olímpicos– es corregida al
quedar transformado ese demón en un instrumento en manos de Zeus, que castiga
con justicia. El pensamiento asimismo antiquísimo –e igualmente extraño a los
Olímpicos– de la maldición de la estirpe queda despojado de toda aspereza– pues
en Ésquilo no existe, para el individuo, ninguna necesidad de cometer un
delito, y todo el mundo puede escapar a ella.
Mientras que Ésquilo
encuentra lo sublime en la sublimidad de la administración de la justicia por los Olímpicos, Sófocles lo ve
–de modo sorprendente– en la sublimidad
de la impenetrabilidad de esa misma
administración de la justicia. El restablece en su integridad el punto de vista
popular. El inmerecimiento de un destino espantoso le parecía sublime a
Sófocles, los enigmas verdaderamente insolubles de la existencia humana fueron
su musa trágica. El sufrimiento logra en él su transfiguración; es concebido
como algo santificador. La distancia entre lo humano y lo divino es inmensa;
por ello lo que procede es la sumisión y la resignación más hondas. La
auténtica virtud es la cordura, en realidad una virtud negativa. La humanidad heroica es la más
noble de todas, sin aquella virtud; su destino demuestra aquel abismo
insalvable. Apenas existe la culpa, sólo una falta de conocimiento sobre el
valor del ser humano y sus límites.
Este punto de vista es,
en todo caso, más profundo e íntimo que el de Ésquilo, se aproxima significativamente a la verdad dionisíaca, y
la expresa sin muchos símbolos y, ¡a pesar de ello!, aquí reconocemos el
principio ético de Apolo entreverado en la visión dionisíaca del mundo. En
Ésquilo la náusea queda disuelta en el terror sublime frente a la sabiduría del
orden del mundo, que resulta difícil de conocer debido únicamente a la
debilidad del ser humano. En Sófocles ese terror es todavía más grande pues
aquella sabiduría es totalmente insondable. Es el estado de ánimo, más puro, de
la piedad, en el que no hay lucha, mientras
que el estado de ánimo esquileo tiene constantemente la tarea de
justificar la administración de la justicia por los dioses, y por ello se
detiene siempre ante nuevos problemas. El «límite del ser humano», que Apolo
ordena investigar, es cognoscible para Sófocles, pero es más estrecho y
restringido de lo que Apolo opinaba en la época pre-dionisiaca. La falta de
conocimiento que el ser humano tiene acerca de sí mismo es el problema
sofocleo, la falta de conocimiento que el ser humano tiene acerca de los dioses
es el problema esquileo.
¡Piedad, máscara
extrañísima del instinto vital! ¡Entrega a un mundo onírico perfecto, al que se
le confiere la suprema sabiduría moral! ¡Huida de la verdad, para poder adorarla
desde la lejanía, envuelto en nubes!
¡Reconciliación con la realidad, porque es enigmática! ¡Aversión al
desciframiento de los enigmas, porque nosotros no somos dioses! ¡Placentero
arrojarse al polvo, sosiego feliz de la infelicidad! ¡Suprema autoalienación
del ser humano en su suprema expresión! ¡Glorificación y transfiguración de los
medios de horror y de los espantos de la
existencia, considerados como remedios de la existencia! ¡Vida llena de alegría
en el desprecio de la vida! ¡Triunfo de la vida en su negación!
En este nivel del
conocimiento no hay más que dos caminos, el del santo y el del artista trágico:
ambos tienen en común el que, aun poseyendo un conocimiento clarísimo de la
nulidad de la existencia, pueden continuar viviendo sin barruntar una fisura en
su visión del mundo. La náusea que causa el seguir viviendo es sentida como
medio para crear, ya se trate de un crear santificador, ya de un crear
artístico. Lo espantoso o lo absurdo resulta sublimador, pues sólo en
apariencia es espantoso o absurdo. La fuerza dionisíaca de la transformación mágica continúa acreditándose
aquí en la cumbre más elevada de esta visión del mundo: todo lo real se
disuelve en apariencia, y detrás de ésta se manifiesta la unitaria naturaleza
de la voluntad, totalmente envuelta en la aureola de la sabiduría y de la
verdad, en un brillo cegador. La ilusión, el delirio se encuentran en su
cúspide.
Ahora ya no parecerá
inconcebible el que la misma voluntad, que, en cuanto apolínea, ordenaba el
mundo helénico, acogiese dentro de sí su otra forma de aparecer, la voluntad
dionisíaca. La lucha entre ambas formas de aparecer la voluntad tenía una meta
extraordinaria, crear una posibilidad más alta de la existencia y llegar
también en ella a una glorificaci6n más alta (mediante el arte). No era ya el
arte de la apariencia, sino el arte trágico la forma de glorificación: en éste,
sin embargo, queda completamente absorbido aquel arte de la apariencia. Así
como el elemento dionisíaco se infiltró en la vida apolínea, así como la
apariencia se estableció también aquí como límite, de igual manera el arte
trágico-dionisíaco no es ya la «verdad». Aquel cantar y bailar no es ya
embriaguez instintiva natural: la masa coral presa de una excitación dionisiaca
no es ya la masa popular poseída inconscientemente por el instinto primaveral.
Ahora la verdad es simbolizada, se sirve
de la apariencia, y por ello puede y tiene que utilizar también las artes de la
apariencia. Pero surge una gran diferencia con respecto al arte anterior,
consistente en que ahora se recurre conjuntamente a la ayuda de todos los
medios artísticos de la apariencia, de
tal manera que la estatua camina, las pinturas de los periactos se
desplazan, unas veces es el templo y otras veces es el palacio lo que es
presentado al ojo mediante esa pared posterior. Notamos, pues, al mismo tiempo,
una cierta indiferencia con respecto a la apariencia, la cual tiene que
renunciar aquí a sus pretensiones eternas, a sus exigencias soberanas. La
apariencia ya no es gozada en modo alguno como apariencia, sino como símbolo,
como signo de la verdad. De aquí la fusión –en sí misma chocante– de los medios
artísticos. El indicio más claro de este desdén por la apariencia es la
máscara.
Al espectador se le
hace, pues, la exigencia dionisíaca consistente en que a él todo se le presenta
mágicamente transformado, en que él ve siempre algo más que el símbolo, en que
todo el mundo visible de la escena y de la orquesta es el reino de los
milagros. ¿Pero dónde está el poder que traslada al espectador a ese estado de
ánimo creyente en milagros, mediante el cual ve transformadas mágicamente todas
las cosas? ¿Quién vence al poder de la apariencia, y la depotencia,
reduciéndola a símbolo? Es la música.
IV
Eso que nosotros
llamamos «sentimiento», la filosofía que camina por las sendas de Schopenhauer
enseña a concebirlo como un complejo de representaciones y estados volitivos
inconscientes. Las aspiraciones de la voluntad se expresan, sin embargo, en
forma de placer o displacer, y en esto muestran una diversidad sólo
cuantitativa. No hay especies distintas de placer, pero sí grados del mismo, y
un sinnúmero de representaciones concomitantes. Por placer hemos de entender la
satisfacción de la voluntad única, por displacer, su no-satisfacción. ¿De qué
manera se comunica el sentimiento? Parcialmente, pero muy parcialmente, se lo
puede trocar en pensamientos, es decir, en
representaciones conscientes; esto afecta naturalmente, sólo a la parte
de las representaciones concomitantes. Pero siempre queda, también en este
campo del sentimiento, un residuo insoluble. Únicamente con la parte soluble es
con la que tiene que ver el lenguaje, es decir, el concepto: según esto, el
límite de la poesía queda determinado por la expresabilidad del sentimiento.
Las otras dos especies de comunicación son completamente instintivas, actúan
sin consciencia, y sin embargo lo hacen de una manera adecuada a la finalidad.
Son el lenguaje de los gestos y el de los sonidos. El lenguaje de los gestos
consta de símbolos inteligibles por todos y es producido por movimientos
reflejos. Esos símbolos son visibles: el ojo que los ve transmite
inmediatamente el estado que provocó el gesto y al que éste simboliza: casi
siempre el vidente siente una inervación simpática de las mismas partes
visuales o de los mismos miembros cuyo movimiento él percibe. Símbolo significa
aquí una copia completamente imperfecta, fragmentaria, un signo alusivo, sobre cuya
comprensión hay que llegar a un acuerdo: sólo que, en este caso, la comprensión
general es una comprensión instintiva, es decir, no ha pasado a través de la
consciencia clara.
¿Qué es lo que el gesto
simboliza de aquel ser dual, del sentimiento? Evidentemente, la representación concomitante, pues sólo ésta
puede ser insinuada, de manera incompleta y
fragmentaria, por el gesto visible: una imagen sólo puede ser
simbolizada por una imagen.
La pintura y la
escultura representan al ser humano en el gesto: es decir, remedan el símbolo y
han alcanzado sus efectos cuando nosotros comprendemos el símbolo. El placer de
mirar consiste en la comprensión del símbolo, a pesar de su apariencia. El
actor teatral, en cambio, representa el símbolo en realidad, no sólo en
apariencia: pero su efecto sobre nosotros no descansa en la comprensión del
mismo: antes bien, nosotros nos sumergimos en el sentimiento simbolizado y nos
quedamos detenidos en el placer por la apariencia, en la bella apariencia.
De esta manera en el
drama la decoración no suscita en absoluto el placer de la apariencia, sino que nosotros la concebimos como símbolo
y comprendemos la cosa real aludida por ella. Muñecos de cera y plantas reales
son aquí para nosotros completamente admisibles, junto a plantas y muñecos
meramente pintados, en demostración de que lo que aquí nos hacemos presente es la realidad, no la
apariencia artística. La verosimilitud, no ya la belleza, es aquí la tarea.
Pero ¿qué es la
belleza? – «La rosa es bella» significa tan sólo: la rosa tiene una apariencia
buena, tiene algo agradablemente resplandeciente.
Con esto no se quiere
decir nada sobre su esencia. La rosa agrada, provoca placer, en cuanto
apariencia: es decir, la voluntad está satisfecha por el aparecer de la rosa,
el placer por la existencia queda fomentado de ese modo. La rosa es –según su
apariencia– una copia fiel de su voluntad, lo cual es idéntico con esta forma: la
rosa corresponde, según su apariencia, a la determinación genérica. Cuanto más
hace esto, tanto más bella es: si corresponde según su esencia a aquella
determinación, es «buena». «Una pintura bella» significa tan sólo: la
representación que nosotros tenemos de una pintura queda aquí cumplida pero
cuando nosotros denominamos «buena» a una pintura, decimos que
nuestra representación de una
pintura es la representación que corresponde a la esencia de la pintura. Casi
siempre, sin embargo, por una pintura bella se entiende una pintura que representa algo bello: éste es el juicio de
los legos. Estos disfrutan la belleza de la materia: así debemos disfrutar
nosotros las artes figurativas en el drama, sólo que aquí la tarea no puede ser
la de representar únicamente algo bello: basta con que parezca verdadero. El
objeto representado debe ser aprehendido de la manera más sensible y viva
posible; debe producir el efecto de que es verdad: lo contrario de esa
exigencia es lo que se reivindica en toda obra de la bella apariencia.
Pero cuando lo que el
gesto simboliza del sentimiento son las representaciones concomitantes, ¿bajo qué símbolos se nos
comunican las emociones de la voluntad misma, para que las comprendamos? ¿Cuál
es aquí la mediación instintiva? La mediación del sonido. Tomando las cosas con
mayor rigor, lo que el sonido simboliza son los diferentes modos de placer y de
displacer -sin ninguna representación concomitante-.
Todo lo que nosotros
podemos decir para caracterizar los diferentes sentimientos de displacer son imágenes de las
representaciones que se han vuelto claras mediante el simbolismo del gesto: por
ejemplo, cuando hablamos del horror súbito, del «golpear, arrastrar,
estremecer, pinchar, cortar, morder, cosquillear» propios del dolor. Con
esto parecen estar
expresadas ciertas «formas intermitentes» de
la voluntad, en suma –en el
simbolismo del lenguaje sonoro– el ritmo. La muchedumbre de intensificaciones
de la voluntad, la cambiante cantidad de placer y displacer las reconocemos en
el dinamismo del sonido. Pero la
auténtica esencia de éste se esconde, sin dejarse expresar simbólicamente, en
la armonía. La voluntad y su símbolo –la armonía– ¡ambas, en último término, la
lógica pura! Mientras que el ritmo y el dinamismo continúan siendo en cierta
manera aspectos externos de la voluntad manifestada en símbolos, y casi
continúan llevando en sí el tipo de la apariencia, la armonía es símbolo de la
esencia pura de la voluntad. En el ritmo y en el dinamismo, según esto, hay que
caracterizar todavía la apariencia individual como apariencia, por este lado la
música puede ser desarrollada hasta convertirse en arte de la apariencia. El
residuo insoluble, la armonía, habla de la voluntad fuera y dentro de todas las
formas de apariencia, no es, pues, meramente simbolismo del sentimiento, sino
del mando. El concepto es, en su esfera, completamente impotente.
Ahora aprehendemos el
significado que el lenguaje de los gestos y el lenguaje del sonido tienen para la obra de arte dionisíaca. En el
primitivo ditirambo primaveral del pueblo el ser humano quiere expresarse no
como individuo, sino como ser humano genérico. El hecho de dejar de ser un
hombre individual es expresado por el simbolismo del ojo, por el lenguaje de
los gestos, de tal manera que en cuanto sátiro, en cuanto ser natural entre
otros seres naturales, habla con gestos, y, desde luego, con el lenguaje
intensificado de los gestos, con el gesto del baile. Mediante el sonido, sin embargo,
expresa los pensamientos más íntimos de la naturaleza: lo que aquí se hace
directamente inteligible no es sólo el genio de la especie, como en el gesto,
sino el genio de la existencia en sí, la voluntad. Con el gesto, por tanto,
permanece dentro de los límites del
género, es decir, del mundo de la apariencia, con el sonido, en cambio,
resuelve, por así decirlo, el mundo de la apariencia en su unidad originaria,
el mundo de Maya desaparece ante su magia.
Mas ¿cuándo llega el
ser humano natural al simbolismo del sonido? ¿Cuándo ocurre que ya no basta el lenguaje de los gestos?
¿Cuándo se convierte el sonido en música? Sobre todo, en los estados supremos
de placer y de displacer de la voluntad, en cuanto voluntad llena de júbilo o
voluntad angustiada hasta la muerte, en suma, en la embriaguez del sentimiento:
en el grito. ¡Cuánto más potente e inmediato es el grito, en comparación con la
mirada! Pero también las excitaciones más suaves de la voluntad tienen su simbolismo
sonoro: en general, hay un sonido paralelo a cada gesto: pero intensificar el
sonido hasta la sonoridad pura es algo que sólo lo logra la embriaguez del
sentimiento.
A la fusión intimísima
y frecuentísima entre una especie de simbolismo de los gestos y el sonido se le da el nombre de lenguaje. En la
palabra, la esencia de la cosa es simbolizada por el sonido y por su cadencia,
por la fuerza y el ritmo de su sonar, y la representación concomitante, la
imagen, la apariencia de la esencia son simbolizadas por el gesto de la boca.
Los símbolos pueden y tienen que ser muchas cosas; pero brotan de una manera
instintiva y con una regularidad grande
y sabia. Un símbolo notado es un concepto: dado que, al retenerlo en la
memoria, el sonido se extingue del todo, ocurre que en el concepto queda
conservado sólo el símbolo de la representación concomitante. Lo que nosotros
podemos designar y distinguir, eso lo «concebimos».
Cuando el sentimiento
se intensifica, la esencia de la palabra se revela de un modo más claro y
sensible en el símbolo del sonido: por ello suena más. El recitado es, por así
decirlo, un retorno a la naturaleza: el símbolo que se va embotando con el uso
recobra su fuerza originaria.
Con la
sucesión de las
palabras, es decir, mediante una
cadena de símbolos, se trata de
representar simbólicamente algo nuevo y más grande: en esta potencia, el ritmo,
el dinamismo y la armonía vuelven a resultar
necesarios. Este círculo superior domina ahora al círculo más reducido de la
palabra única: resulta necesaria una elección de las palabras, una nueva colocación de las mismas, comienza
la poesía. El recitado de una frase no es acaso una sucesión de sonoridades
verbales: pues una palabra tiene sólo una sonoridad totalmente relativa, ya que
su esencia, su contenido representado
por el símbolo, es distinto en cada caso, según sea su colocación. Dicho con
otras palabras: desde la unidad superior de la frase y del ser simbolizado por
ésta se determina constantemente de un modo nuevo el símbolo individual de la
palabra. Una cadena de conceptos es un pensamiento: éste es, por tanto, la
unidad superior de las representaciones concomitantes. La esencia de la cosa es
inalcanzable para el pensamiento: pero el hecho de que éste actúe sobre
nosotros como motivo, como incitación de la voluntad, se aclara porque el
pensamiento se ha convertido ya al mismo tiempo en símbolo notado de una
apariencia de la voluntad, de una emoción y apariencia de la voluntad. Pero el
pensamiento hablado, es decir, con el simbolismo del sonido, actúa de una
manera incomparablemente más poderosa y directa. Y cantado, alcanza la cumbre
de su efecto cuando la melodía es el símbolo
inteligible de su voluntad, si esto no ocurre, entonces lo
que actúa sobre nosotros es la serie de sonidos, y en cambio la serie de
palabras, el pensamiento, permanece para nosotros lejano e indiferente. Según
que la palabra deba actuar preponderantemente como símbolo de la representación
concomitante o como símbolo de la emoción originaria de la voluntad, es decir,
según que se trate de simbolizar imágenes o sentimientos se separan los caminos
de la poesía, la epopeya y la lírica. El primero conduce al arte plástico, el
segundo, a la música: el placer por la
apariencia domina la epopeya, la voluntad se revela en la lírica. El primero se
disocia de la música, la segunda permanece aliada con ella. En el ditirambo
dionisíaco, en cambio, el exaltado dionisíaco es excitado hasta la
intensificación suprema de todas sus
capacidades simbólicas: algo jamás sentido aspira a expresarse, el aniquilamiento
de la individuación, la unidad en el genio de la especie, más aún, de la
naturaleza. Ahora la esencia de la naturaleza va a expresarse: resulta
necesario un nuevo mundo de símbolos, las representaciones concomitantes llegan
hasta el símbolo en las imágenes de una humanidad intensificada, son
representadas con la máxima energía física por el simbolismo corporal entero,
por el gesto del baile. Pero también el mundo de la voluntad demanda una
expresión simbólica nunca oída, las potencias de la armonía, del dinamismo, del
ritmo crecen de súbito impetuosamente. Repartida entre ambos mundos, también la
poesía alcanza una esfera nueva: a la vez sensibilidad de la imagen, como en la
epopeya, y embriaguez sentimental del sonido, como en la lírica. Para
aprehender este desencadenamiento global de todas las fuerzas simbó1icas se
precisa la misma intensificación del ser que creó ese desencadenamiento: el
servidor ditirámbico de Dionisio es comprendido únicamente por sus iguales. Por
ello, todo este nuevo mundo artístico, en su extraña, seductora milagrosidad va
rodando entre luchas terribles a través de la Grecia apolínea.
Friedrich
Nietzsche.
Verano de 1870.