viernes, 13 de abril de 2012

Conde de Lautréamont. (1846 - 1870)



(Extraído del Canto I de los Cantos de Maldoror, 1869)


El hermano de la sanguijuela caminaba a lentos pasos por el bosque. Se detiene varias veces, abriendo la boca para hablar. Pero, cada vez que lo intenta, se le hace un nudo en la garganta y reprime el abortado esfuerzo. Por último, exclama: «Hombre, cuando encuentres un perro muerto boca arriba, apretado contra una esclusa que le impide partir, no vayas, como los demás, a tomar con tu mano los gusanos que brotan de su hinchado vientre para mirarlos con asombro, abrir una navaja, y despedazarlos en gran número diciéndote que tú no serás más que ese perro. ¿Qué misterio buscas? Ni yo ni las cuatro aletas natatorias del oso marino del océano Boreal hemos podido resolver el problema de la vida. Ten cuidado: la noche se acerca y estás ahí desde la mañana. ¿Qué dirá tu familia, con tu pequeña hermanita, al verte llegar tan tarde? Lávate las manos, y reemprende el camino que lleva a donde duermes... ¿Quién es ese ser, allí, en el horizonte, que osa aproximarse a mí, sin miedo, a saltos oblicuos y accidentados? ¡Qué majestad, mezclada de una dulzura tan serena! Su mirada, aunque dulce, es profunda. Sus enormes párpados juegan con la brisa, y parecen vivir. No le conozco. Al mirar fijamente sus ojos monstruosos, mi cuerpo tiembla; es la primera vez desde que succioné los secos pechos de aquello que denominan madre. Tiene como una aureola de deslumbrante luz a su alrededor. Cuando ha hablado, toda la naturaleza ha enmudecido y ha experimentado un gran estremecimiento. Puesto que le place venir a mí, como atraído por un imán, no me opondré a ello. ¡Qué hermoso eres! Me disgusta decirlo. Debes de ser poderoso, pues tienes un rostro más que humano, triste como el universo, bello como el suicidio. Te aborrezco con todas mis fuerzas; prefiero ver una serpiente, enroscada alrededor de mi cuello desde el comienzo de los tiempos, que tus ojos. Pero... ¡cómo!... ¡Eres tú, sapo!... ¡enorme sapo!... ¡infortunado sapo!... ¡Perdóname!... ¡perdóname!... ¿Qué vienes a hacer a esta tierra donde moran los malditos? ¿Y qué has hecho de tus pústulas viscosas y fétidas para tener tan dulce aspecto? Cuando descendiste de lo alto, por una orden superior, con la misión de consolar a las diversas razas de seres existentes, te abatiste sobre la tierra, con la rapidez del milano, sin tener las alas fatigadas por esa larga, magnífica carrera; ¡yo te vi! ¡Pobre sapo! Cómo pensé, entonces, en el infinito al mismo tiempo que en mi debilidad. "Uno más que es superior a los de esta tierra –me dije–; y eso, por voluntad divina. ¿Por qué no yo también? ¿A qué viene esa injusticia de los decretos supremos? ¿Tan insensato es el Creador? Sin embargo, es también el más fuerte, cuya cólera es terrible." Desde que ante mí apareciste, monarca de los estanques y los pantanos, cubierto de una gloria que sólo a Dios pertenece, me has en parte consolado; ¡pero mi razón vacilante se abisma ante tanta grandeza! ¿Quién eres pues? ¡Quédate, oh, quédate todavía en esta tierra! Repliega tus blancas alas, y no mires a lo alto, con tus párpados inquietos... ¡Y si te vas, partamos juntos!». El sapo se sentó sobre sus muslos posteriores (que tanto se parecen a los del hombre) y, mientras las babosas, las cochinillas y los caracoles huían ante la vista de su enemigo mortal, tomó la palabra en estos términos: «Maldoror, escúchame. Observa mi rostro, calmo como un espejo; creo poseer una inteligencia igual a la tuya. Un día me llamaste el sostén de tu vida. Desde entonces, nunca he traicionado la confianza que en mí habías depositado. No soy más que un simple habitante de los cañaverales, es cierto, pero, gracias a tu propio contacto, tomando sólo aquello que de bello había en ti, mi razón se ha engrandecido, y puedo hablarte. Me acerqué a ti para apartarte del abismo. Aquellos que se dicen tus amigos te observan golpeados por una gran consternación cada vez que te encuentran, pálido y encorvado, en los teatros, en las plazas públicas, en las iglesias, o apretando, con dos muslos nerviosos, ese caballo que sólo galopa en la noche mientras lleva a su dueño fantasma envuelto en un largo manto negro. Abandona esos pensamientos, que dejan tu corazón vacío como un desierto: son más ardientes que el fuego. Tu espíritu está tan enfermo que no lo advierte, y crees hallarte en tu estado natural cada vez que de tu boca brotan palabras insensatas, aunque llenas de infernal grandeza. ¡Infortunado!, ¿qué has dicho desde el día de tu nacimiento? ¡Oh, triste resto de una inteligencia inmortal, que Dios había creado con tanto amor! No has engendrado nada salvo maldiciones, más horrendas que la visión de panteras hambrientas. ¡Preferiría tener los párpados cosidos, mi cuerpo privado de piernas y brazos, haber asesinado un hombre, antes que ser tú! Porque te odio. ¿Por qué tienes ese carácter que me asombra? ¿Con qué derecho vienes tú a esta tierra para ridiculizar a aquellos que la habitan, podrido despojo, agitado por el escepticismo? Si no estás a gusto, debes regresar a las esferas de las cuales has venido. Un habitante de las ciudades no debe residir en la aldea, como un forastero. Sabemos que, en los espacios, existen esferas más vastas que la nuestra, y cuyos espíritus tienen una inteligencia que nosotros no podemos siquiera concebir. Pues bien, ¡vete! ¡Retírate de este suelo móvil! ¡Muestra por fin tu esencia divina, que hasta hoy has ocultado, y dirige, lo antes posible, tu vuelo ascendente hacia tu esfera, que nosotros no envidiamos, orgulloso de ti! Pues no he llegado a saber si eres un hombre o más que un hombre. Adiós pues; no esperes ya encontrar al sapo en tu camino. Has sido la causa de mi muerte. Parto hacia la eternidad, para implorar tu perdón».

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