viernes, 9 de marzo de 2012

Gonzalo Arango. (1931 - 1976)




En un tiempo mi pasión fue el existencialismo, la literatura negra que celebraba el funeral del mundo occidental. Yo recogía los despojos de esa crisis, su podredumbre. No me interesaba el destino del hombre y había perdido la fe en Dios. Estaba solo como en la prehistoria.

De todos los trapos derrotados remendé una bandera: el nihilismo.

No volví más al templo de los viejos dioses y aprendí la blasfemia y el terror de las maldiciones.

Traicionada la metafísica por una moral maniquea, descubrí que el oro de los santos era falso como los símbolos que encarnaban: la idolatraría del poder, la humillación de las almas.

En el trono de Dios no reinaban la belleza, el amor, la justicia. En el mercado negro se subastaban los valores sagrados. La teología dejo de ser conocimiento de Dios para convertirse en el libro fabuloso de contabilidad.

Frente a esta industria de la fe, el demonio me pareció más idealista: ofrecía la libertad a cambio del alma, el goce pleno de la tierra sin complejos de culpa. !Era tentador! me afilié a la causa del demonio.

El placer era mi ideal. Mi aniquilamiento el porvenir. Brindaba por el fin del mundo en mi propia destrucción.

Nunca abracé la felicidad, siempre una enfermedad nueva, una nueva desesperación se sumaba al calvario donde clavaría mi bandera de odio contra el mundo. Perdería mi guerra con orgullo, solo.

Por mi muerte el ángel de las resurrecciones no tocaría la trompeta ni se apagaría el sol.

Me hundiría solo en las sabrosas tinieblas.

Una noche toqué el fondo cuando vi aparecer un astro, su resplandor. No era un astro del cielo, era la sonrisa de una mujer. Me miró como un puente entre el abismo y el horizonte, me tendió la mano para pasar. Cuando estuve del otro lado desapareció...

Sé que era una mujer y no un sueño, pues aún me queda el aroma de su mano y el eco de esas tres palabras:

!Vamos a vivir!

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