lunes, 19 de octubre de 2009

Helvert Barrabás - Barrabás.


Me encuentro celebrando el desfalco que cometimos hace un momento, bebiendo vino agrio en una tasca descubierta, acompañado de un zaragate, cuyo aspecto fornido, brazos monumentales, boca sedienta y hedor inaguantable, lo hacen un digno ladronzuelo que se mueve a hurtadillas por las callejuelas polvorientas de Jerusalén. Entre jarras de vinos y bellas mancebas, contemplo el botín con la cantidad de mil monedas de oro, extraídas directamente desde El Palacio Romano. Entre aquel jolgorio voluminoso, repleto de dadivosas sonrisas, vislumbro entre dromedarios sedientos a La Guardia Romana avanzar precipitadamente hacia nosotros; cauteloso, me levanto de mi silla y comienzo a correr velozmente entre el cúmulo de personas. Al llegar Al Templo Pagano me detengo con anhélito. Bañado en sudor y con el corazón palpitante, siento un golpe seco en mi nuca, el cual me hace caer de bruces y golpear fuertemente en mis labios y nariz. Ya estando decúbito en el suelo, comienzo a sentir gran cantidad de golpes en todo mi cuerpo, puntapiés feroces y manotazos febriles me azotan con vehemencia. Posterior a propinarme la paliza, dos guardias me levantan y me llevan a rastras hacia un calabozo lóbrego.

Tras despertar entre aquellas murallas tétricas, con mi cuerpo ebrio y mis pies descalzos, me levanto del suelo y me acerco hacia una ventana resguardada con barrotes para inhalar un poco de aire limpio. El sol brilla en lo alto y a lo lejos una marabunta ulula con proclamas difusas. Luego de alejar a una rata que lamía mis pies, escucho la voz furiosa de un hombre, el cual abre la celda dónde me encuentro, me proporciona un par de golpes, me coge de un brazo y me arroja violentamente fuera de aquel cuarto oscurecido. El robusto hombre llama a otro individuo que se encuentra cerca de mí, me levantan y entre golpes e improperios me llevan hacia un lugar incógnito.

Luego de estar extenso tiempo en otro cuarto, agobiado por el calor y el hedor nauseabundo, dando oído a fuertes alaridos de una muchedumbre que se encuentra en las aproximaciones de mi vetusta celda, dos guardias ingresan y me expresan que alguien se ha apiadado de mi y que no me llevarán a la crucifixión y entre risas irónicas me retiran de aquella ergástula infesta.

Al salir de aquel recinto, me conducen a un podio, en donde presencio a un gentío eufórico y exaltado, clamando la crucifixión de un individuo. Entre escupitajos, insultos y golpes, en medio de aquella aglomeración, aparecen dos guardias escoltando a un tipo moribundo, delgado, tes morena, mentón poblado, harapiento y de cabello abundante, el cual descendía por su rostro como cascadas ancestrales.

A aquel hombre de mirada triste se le ubica a mi lado, lo observo un momento y posteriormente desvio mi mirar hacia un hombre vestido con indumentaria romana, calvo, tes blanca, mirada decisiva y postura impertérrita. Al llegar dicho hombre al podio, la multitud se acalla y éste comienza a recitar algunas palabras, las cuales provocan que el público vuelva a su estado de excitación sempiterna. El dilema, según a mi entender, es el siguiente: la afluencia de gente debe decidir entre otorgarle el indulto al proclamado “Hijo de Dios” o a mí, Barrabás.

El tipo de mirada decisiva, luego de percatarse que la muchedumbre clamaba mi nombre con un brío incesante, como si fuera yo alguien laudable, pide a uno de sus sirvientes que le acerque un jarrón con agua y un paño, agua que utiliza para lavarse las manos y paño que emplea para secárselas.

Ya tomada la decisión, y no sin antes darme unos golpes, dos guardias me arrojan a la calle. Levantándome, me dirijo a buscar al zaragate con el cual me encontraba en un principio, para ver si corrió con mejor suerte que la mía y aún conserva el botín, para así continuar dilapidando el dinero en concubinas y licor.

lunes, 12 de octubre de 2009

Helvert Barrabás - La Silueta.


Zdzislaw Beksinski


Refugiado en una taberna nauseabunda, putrefacta, charlando con beodos habituales de este terruño del planeta, embriagado, infeliz, inhalando el agrio humo del tabaco, el cual invade en su totalidad aquel lugar tétrico, me encuentro con una copa de vino y un recuerdo de tiempos pasados. Hastiado ya de cruzar palabras con aquellos borrachos anónimos, indómitos y de aspecto lúgubre, me digno a salir de la cantina. Tambaleando entre sillas y mesas logro dar con la puerta de salida. Al salir, la noche inmensa me abofetea con su aliento gélido, el viento ruge en la soledad, luces someras alumbran las callejas impúdicas.

En medio de aquel frío verdugo, caminando entre ladridos de canes y sirenas de ambulancias con sus melodías fúnebres, aprecio una silueta ennegrecida entre la niebla espesa, agitando su mano enérgicamente desde el otro lado de la calle. Con la mirada perdida en la infinitud de la noche, cruzo la avenida a tientas entre muros invisibles, con el objetivo de averiguar cual es el motivo del movimiento realizado por aquel ser incógnito. Al llegar al lugar, me percato de que no hay absolutamente ningún individuo, más el incidente no me produce mayor cuestionamiento, ya que en el mismo instante continuo avanzando sin recordar siquiera por que había cruzado a dicho lugar desde la otra acera.

Entre pasos ebrios, estrepitosos, los cuales rompen el silencio infinito del anochecer, avanzo, parsimonioso, incauto. Mi vaho se mezcla con la neblina blanquecina, el cigarrillo entre mis dedos se consume entre bocanadas endebles y el soplido del viento, mi cabeza lánguida intenta buscar el horizonte, cuando nuevamente aparece aquella silueta espectral, delante de mí, gesticulando eufóricamente con ambos brazos a escasos metros de mi mirada atónita. Esta vez no solo aprecio una sombra bruna, sino además un color rojizo infernal contorneando todo su cuerpo, lo cual me hizo quedar estupefacto, con las piernas trémulas y una sequedad insólita en la boca.

Absorto en aquella callejuela funesta, con los huesos quebrantados por el frío abrupto de un invierno austral, aquella silueta escapada desde un abismo del averno, se acerca precipitadamente, hasta quedar a escasos centímetros de mi cuerpo rígido. Soportando un respiro tórrido en mi rostro, comienzo a sentir unos calosfríos que descienden desde mi cuello hasta mis pies, un pánico colosal me asedia enérgicamente, una extraña mezcolanza entre el calor del Sahara y el frío de la Antártida empieza a envolver mi cuerpo. Abstraído por aquel panorama lóbrego, caigo de bruces en un charco de agua pútrida. Sintiendo mi rostro empapado de aquel líquido rancio, el cual desprendía un hedor repugnante, me levanto precipitadamente y observo a mí alrededor: soledad y nada más. Aquella silueta fantasmagórica había desaparecido nuevamente sin dejar rastro alguno. Deslizando mí brazo por mi rostro, me desprendo de aquellas gotas infestas, y continuo avanzando, esta vez, con el corazón estremecido y la mirada cautelosa. Al doblar una esquina corrompida por los años, me detengo a encender un cigarrillo bajo una farola de luz tenue, en ese instante, siento un leve golpe en mi hombro, aterrado, giro mi cabeza, mis ojos recorren el lugar, pero solo aprecio la luz ligera del farol, y tras de ella una oscuridad perpetua. Al momento de volcar mi cabeza a su posición, advertí un hecho que me dejo sin habla: mi sombra, mi sombra se había desvanecido en medio de aquella noche.