martes, 17 de noviembre de 2009
sábado, 14 de noviembre de 2009
lunes, 19 de octubre de 2009
Helvert Barrabás - Barrabás.
Me
encuentro celebrando el desfalco que cometimos hace un momento, bebiendo vino
agrio en una tasca descubierta, acompañado de un zaragate, cuyo aspecto
fornido, brazos monumentales, boca sedienta y hedor inaguantable, lo hacen un
digno ladronzuelo que se mueve a hurtadillas por las callejuelas polvorientas
de Jerusalén. Entre jarras de vinos y bellas mancebas, contemplo el botín con
la cantidad de mil monedas de oro, extraídas directamente desde El Palacio
Romano. Entre aquel jolgorio voluminoso, repleto de dadivosas sonrisas,
vislumbro entre dromedarios sedientos a La Guardia Romana avanzar
precipitadamente hacia nosotros; cauteloso, me levanto de mi silla y comienzo a
correr velozmente entre el cúmulo de personas. Al llegar Al Templo Pagano me
detengo con anhélito. Bañado en sudor y con el corazón palpitante, siento un
golpe seco en mi nuca, el cual me hace caer de bruces y golpear fuertemente en mis
labios y nariz. Ya estando decúbito en el suelo, comienzo a sentir gran
cantidad de golpes en todo mi cuerpo, puntapiés feroces y manotazos febriles me
azotan con vehemencia. Posterior a propinarme la paliza, dos guardias me
levantan y me llevan a rastras hacia un calabozo lóbrego.
Tras
despertar entre aquellas murallas tétricas, con mi cuerpo ebrio y mis pies
descalzos, me levanto del suelo y me acerco hacia una ventana resguardada con
barrotes para inhalar un poco de aire limpio. El sol brilla en lo alto y a lo
lejos una marabunta ulula con proclamas difusas. Luego de alejar a una rata que
lamía mis pies, escucho la voz furiosa de un hombre, el cual abre la celda
dónde me encuentro, me proporciona un par de golpes, me coge de un brazo y me
arroja violentamente fuera de aquel cuarto oscurecido. El robusto hombre llama
a otro individuo que se encuentra cerca de mí, me levantan y entre golpes e
improperios me llevan hacia un lugar incógnito.
Luego
de estar extenso tiempo en otro cuarto, agobiado por el calor y el hedor
nauseabundo, dando oído a fuertes alaridos de una muchedumbre que se encuentra
en las aproximaciones de mi vetusta celda, dos guardias ingresan y me expresan
que alguien se ha apiadado de mi y que no me llevarán a la crucifixión y entre
risas irónicas me retiran de aquella ergástula infesta.
Al
salir de aquel recinto, me conducen a un podio, en donde presencio a un gentío
eufórico y exaltado, clamando la crucifixión de un individuo. Entre
escupitajos, insultos y golpes, en medio de aquella aglomeración, aparecen dos
guardias escoltando a un tipo moribundo, delgado, tes morena, mentón poblado,
harapiento y de cabello abundante, el cual descendía por su rostro como
cascadas ancestrales.
A
aquel hombre de mirada triste se le ubica a mi lado, lo observo un momento y
posteriormente desvio mi mirar hacia un hombre vestido con indumentaria romana,
calvo, tes blanca, mirada decisiva y postura impertérrita. Al llegar dicho
hombre al podio, la multitud se acalla y éste comienza a recitar algunas
palabras, las cuales provocan que el público vuelva a su estado de excitación
sempiterna. El dilema, según a mi entender, es el siguiente: la afluencia de
gente debe decidir entre otorgarle el indulto al proclamado “Hijo de Dios” o a
mí, Barrabás.
El
tipo de mirada decisiva, luego de percatarse que la muchedumbre clamaba mi
nombre con un brío incesante, como si fuera yo alguien laudable, pide a uno de
sus sirvientes que le acerque un jarrón con agua y un paño, agua que utiliza
para lavarse las manos y paño que emplea para secárselas.
Ya
tomada la decisión, y no sin antes darme unos golpes, dos guardias me arrojan a
la calle. Levantándome, me dirijo a buscar al zaragate con el cual me
encontraba en un principio, para ver si corrió con mejor suerte que la mía y
aún conserva el botín, para así continuar dilapidando el dinero en concubinas y
licor.
lunes, 12 de octubre de 2009
Helvert Barrabás - La Silueta.
Zdzislaw Beksinski
Refugiado
en una taberna nauseabunda, putrefacta, charlando con beodos habituales de este terruño del planeta, embriagado, infeliz, inhalando el agrio humo del tabaco,
el cual invade en su totalidad aquel lugar tétrico, me encuentro con una copa
de vino y un recuerdo de tiempos pasados. Hastiado ya de cruzar palabras con
aquellos borrachos anónimos, indómitos y de aspecto lúgubre, me digno a salir
de la cantina. Tambaleando entre sillas y mesas logro dar con la puerta de
salida. Al salir, la noche inmensa me abofetea con su aliento gélido, el viento
ruge en la soledad, luces someras alumbran las callejas impúdicas.
En
medio de aquel frío verdugo, caminando entre ladridos de canes y sirenas de
ambulancias con sus melodías fúnebres, aprecio una silueta ennegrecida entre la
niebla espesa, agitando su mano enérgicamente desde el otro lado de la calle.
Con la mirada perdida en la infinitud de la noche, cruzo la avenida a tientas
entre muros invisibles, con el objetivo de averiguar cual es el motivo del
movimiento realizado por aquel ser incógnito. Al llegar al lugar, me percato de
que no hay absolutamente ningún individuo, más el incidente no me produce mayor
cuestionamiento, ya que en el mismo instante continuo avanzando sin recordar
siquiera por que había cruzado a dicho lugar desde la otra acera.
Entre
pasos ebrios, estrepitosos, los cuales rompen el silencio infinito del
anochecer, avanzo, parsimonioso, incauto. Mi vaho se mezcla con la neblina
blanquecina, el cigarrillo entre mis dedos se consume entre bocanadas endebles
y el soplido del viento, mi cabeza lánguida intenta buscar el horizonte, cuando
nuevamente aparece aquella silueta espectral, delante de mí, gesticulando
eufóricamente con ambos brazos a escasos metros de mi mirada atónita. Esta vez
no solo aprecio una sombra bruna, sino además un color rojizo infernal
contorneando todo su cuerpo, lo cual me hizo quedar estupefacto, con las
piernas trémulas y una sequedad insólita en la boca.
Absorto
en aquella callejuela funesta, con los huesos quebrantados por el frío abrupto
de un invierno austral, aquella silueta escapada desde un abismo del averno, se
acerca precipitadamente, hasta quedar a escasos centímetros de mi cuerpo
rígido. Soportando un respiro tórrido en mi rostro, comienzo a sentir unos
calosfríos que descienden desde mi cuello hasta mis pies, un pánico colosal me
asedia enérgicamente, una extraña mezcolanza entre el calor del Sahara y el
frío de la Antártida empieza a envolver mi cuerpo. Abstraído por aquel panorama
lóbrego, caigo de bruces en un charco de agua pútrida. Sintiendo mi rostro
empapado de aquel líquido rancio, el cual desprendía un hedor repugnante, me
levanto precipitadamente y observo a mí alrededor: soledad y nada más. Aquella silueta
fantasmagórica había desaparecido nuevamente sin dejar rastro alguno.
Deslizando mí brazo por mi rostro, me desprendo de aquellas gotas infestas, y
continuo avanzando, esta vez, con el corazón estremecido y la mirada cautelosa.
Al doblar una esquina corrompida por los años, me detengo a encender un
cigarrillo bajo una farola de luz tenue, en ese instante, siento un leve golpe
en mi hombro, aterrado, giro mi cabeza, mis ojos recorren el lugar, pero solo
aprecio la luz ligera del farol, y tras de ella una oscuridad perpetua. Al
momento de volcar mi cabeza a su posición, advertí un hecho que me dejo sin
habla: mi sombra, mi sombra se había desvanecido en medio de aquella noche.
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